La primavera árabe no acaba de florecer. El fin de
las tiranías militares del norte de África –Túnez, Libia, Egipto– no ha dado
paso a una era de gobiernos democráticos como sucedió tras el derribo del Muro
de Berlín y la desaparición de la
URSS , o como vimos en Alemania, Italia y Japón después de la Segunda Guerra
mundial.
Hillary Clinton, y con ella medio Estados Unidos,
están perplejos por el comportamiento brutal de las turbas libias. El asesinato
del embajador Chris Stevens y otros tres funcionarios norteamericanos fue un
espectáculo horrible, especialmente porque ocurría poco después de que
Washington se hubiera empeñado a fondo en liberar a Libia de la dictadura
brutal de Gadafi junto a una coalición de países europeos agrupados en la OTAN y liderados por la Francia de Sarkozy.
El presidente Obama le reconoció al periodista José
Díaz-Balart de la cadena Telemundo que este Egipto, el post Mubarak, no es un
país aliado, aunque no se trata de una nación enemiga. (Espere un poco,
Presidente, todo se andará). Afganistán e Irak tampoco se han transformado en
democracias funcionales naturalmente pro-occidentales, pese a la presencia
masiva del ejército americano y la inversión de miles de millones de dólares.
Todo era una vana ilusión. El plan de nation
building, originado en la benévola arrogancia de una poderosa cultura aquejada
de voluntarismo, no ha funcionado. Sencillamente, el objetivo de inducir entre
los árabes, desde fuera del seno de la sociedad, el modelo de Estado conocido
como “democracia liberal”, ha fracasado.
¿Por qué? Porque la democracia liberal es mucho más
que un diseño institucional. Los norteamericanos tienden a creer que es el
resultado de poseer un cierto tipo de Constitución, poderes limitados y
economía de mercado, elementos fácilmente reproducibles, pero ignoran el factor
que le da sustento a ese andamiaje formal: los valores de la tribu.
Si Estados Unidos, a fines del siglo XVIII, inventó
el mundo moderno, no fue porque suscribieron las ideas del británico John
Locke, sino porque la mayoría de su sociedad aceptaba como buena la noción de
la tolerancia, la supremacía de los derechos individuales y la importancia de
tener un gobierno de reglas imparciales y no de hombres.
Más importante que todo el andamiaje constitucional
construido en 1787 es la
Primera Enmienda impuesta a la ley de leyes para proteger las
libertades. Si bien la
Constitución americana surgía del pensamiento de los
“ilustrados” ingleses y creaba, artificialmente, un tipo de Estado peculiar (la
primera república moderna), esa Primera Enmienda, protectora de la libertad
religiosa, del derecho de expresión, reunión y petición, expresaba algo mucho
más trascendente: la voluntad de aceptar al otro aunque tuviera ideas con las
que no comulgamos o comportamientos que nos resultaran desagradables.
La grandeza de la democracia liberal radica en eso:
el valor supremo que se le asigna a la tolerancia, definida como la aceptación
de los derechos del otro a existir y manifestarse, aunque nos repugne.
Por eso no funciona la construcción artificial de
democracias liberales. Mucho antes de que Estados Unidos se convirtiera en una
república independiente, William Penn, un cuáquero pacifista, fundó
Pennsilvania (así llamada en honor a su padre), decidido a vivir en paz con los
indios, admitir todos las credos religiosos y a someter su gobierno a una
suerte de control y consenso social. Philadelphia sería eso: la cuna de la
fraternidad y el amor.
¿Dónde está en las sociedades árabes ese espíritu
de tolerancia si las personas nacen y crecen repitiendo el mantra de que Alá es
el único Dios, Mahoma su único profeta, y la gran tarea de los islamistas es la
conquista del mundo para gloria de esas creencias religiosas y la imposición
universal de la sharía? ¿Dónde están en el islamismo los valores de la
tolerancia y la humilde aceptación del otro, del diferente, en un plano de
igualdad y respeto?
Es verdad que las tres grandes religiones
monoteístas en sus orígenes (y durante siglos) han sido intolerantes y brutales
con quienes no pertenecían al círculo de sus creyentes, pero los valores de
judíos y cristianos, en general, tal vez como consecuencia de guerras
espantosas, han evolucionado en dirección de la tolerancia y la aceptación,
mientras el islamismo permanece anclado en la vieja ortodoxia excluyente que
hace imposible que arraigue el modelo de la democracia liberal.
Es, en suma, una cuestión de valores. Mientras eso
no cambie, no habrá primavera en el mundo árabe.
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