lunes, 17 de octubre de 2011
La última oleada de convulsiones del orden
financiero internacional, para quienes en los países en vías de desarrollo nos
hemos convertido a lo largo de los años, y a nuestro pesar, en expertos en
crisis financieras, no ha sido lamentablemente una sorpresa. En gran medida,
las recetas y recomendaciones que los llamados expertos ofrecen hoy en día para
los persistentes problemas de los países ricos son exactamente las mismas que
se proponían en décadas anteriores para países como Brasil. Ahora la diferencia
estriba en que, como la crisis afecta al centro y no a la periferia del
sistema, los riesgos y las repercusiones mundiales son mucho mayores.
Antes, los representantes de los países -bancos
centrales y ministros de Hacienda- se esforzaban por demostrar que no había
razones para comparar las penalidades de su propio país con las tragedias de
otros. Nuestra situación fiscal no era la misma; nuestra tasa de endeudamiento
en relación con el PIB no era tan elevada; la deuda internacional estaba en
manos de titulares nacionales y en divisas locales, etcétera. Pero siempre
había un factor crítico: las cuentas en moneda extranjera. Si los flujos de
capital se detenían, permitiendo la refinanciación de la deuda, el fantasma de
la suspensión de pagos asomaba la cabeza y con frecuencia se llevaba todo por
delante, condenando a los países afectados por el contagio a años de austeridad
fiscal y escaso crecimiento.
El BCE y el FMI exigen sacrificios financieros que
imposibilitan volver al crecimiento
El plan brasileño que curó el sistema financiero sí
castigó a los banqueros
Durante la década de 1990 y a comienzos de este
siglo, parecía que todos los problemas de los países pobres (algunos ya no lo
eran tanto y pusieron de moda las siglas BRIC) se topaban con la misma receta.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) proponía una drástica disciplina fiscal,
una reorganización de las propiedades públicas mediante privatizaciones, una
mayor apertura a los flujos de capital, nuevas inversiones y, en los casos más
graves, una reestructuración de la deuda exterior, como ocurrió en el Plan
Brady.
En consecuencia, la receta no garantizaba una senda
sin baches hacia el crecimiento. Para poder crecer de nuevo, era necesario
atraer capital extranjero, pero sin exponerse a los flujos más veleidosos y
volátiles, es decir, a lo que entonces se llamaba "dinero candente".
Sin embargo, en la práctica, era muy difícil separar el trigo de la paja y era
frecuente que, cuando la situación se deterioraba hasta el punto de hacer
necesarios préstamos extranjeros para cubrir los déficits en la balanza de
pagos, el peligro fuera mortal.
¿Qué le pedíamos los gobernantes de esos países a
la comunidad internacional en esos tiempos difíciles?: una mayor y mejor
regulación que permitiera limitar la especulación contra nuestras divisas, la
creaciónde fondos de mayor magnitud y más accesibles, y que el FMI se
fortaleciera, ajustando al mismo tiempo sus políticas para beneficiar a los países
con crisis de liquidez. Para financiar esos fondos, algunos recuperamos la idea
de la tasa Tobin, que grava las operaciones de cambio de divisas.
Finalmente apuntábamos que, si la austeridad fiscal
superaba cierto límite, acabaría con cualquier esperanza de recuperación del
crecimiento, además de hacer insostenible la situación sociopolítica de
nuestros países. A pesar de nuestra insistencia, nadie nos escuchó. En general,
los países que no estaban en situación de negociar mejores condiciones con el FMI
padecieron largos periodos sin crecimiento, de constante incapacidad para
asumir sus deudas y de estallidos sociales.
Mejor les fue a ciertos países emergentes. Ese fue
el caso de Brasil, que en 1994 asumió voluntariamente el riesgo de lanzar el
Plan Real para crear una nueva divisa y acometer otros cambios económicos
estructurales. Modificamos drásticamente las bases de nuestra política fiscal,
limpiando el erario público, tanto federal como estatal, e imponiendo al
sistema financiero controles estrictos que, siguiendo las directrices de
Basilea, entonces supervisó nuestro banco central.
Al mismo tiempo, aunque llevamos a cabo
privatizaciones, no nos olvidamos de la necesidad de fomentar la competencia en
el sector privado, sin dejar de mantener activos mecanismos de crédito público
como el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) y el Banco do
Brasil, que habrían de permitir la reestructuración de las empresas brasileñas.
En algunos casos creamos organismos mixtos, público-privados, para antiguos
monopolios estatales como Petrobras. Además, desde 1994 Brasil ha venido
cultivando políticas que garanticen un auténtico incremento del salario mínimo,
creando en 2000 una red de protección que incluye el conocido programa Bolsa
Familia, que vincula las ayudas sociales a la asistencia de los niños a la
escuela, reduciendo la pobreza y también ligeramente la desigualdad.
Estamos ante un incierto escenario mundial. La
puesta en marcha de la regulación financiera propuesta en las reuniones del
G-20 se enfrenta a obstáculos fruto de intereses nacionales. Cada banco central
funciona como le parece. La Fed
de Estados Unidos inunda su país y el mundo de dólares, realizando operaciones
propias de la banca comercial sin preocuparse de la ortodoxia.
Los responsables del caos financiero no solo no han
sido castigados, sino que reciben primas (al contrario que en el plan brasileño
que curó el sistema financiero, donde sí se castigó a los banqueros). El
desempleo no se va a reducir, porque no hay ni consumo ni inversión. El Banco
Central Europeo y el FMI exigen a los países que están prácticamente en
bancarrota sacrificios financieros que, al mismo tiempo, imposibilitan el
retorno al crecimiento, y con él a la normalidad. Los tipos de interés se
mantienen prácticamente a cero y se proclama que seguirán ahí, pero las
economías no responden. En Europa, cada país elige su propia política fiscal y
no hay mecanismos armonizadores. El desempleo y la agitación política, de la
mano de la amenaza de bancarrota, se ciernen como fantasmas sobre esos países.
Los emergentes, con China en vanguardia, han
escapado a esta realidad. ¿Pero hasta cuándo? Es evidente que una larga
recesión o una contracción acusada transmitirán sus efectos negativos a las
economías emergentes a través del comercio exterior. Antes de que eso ocurra y
de que el desastre sea todavía mayor, es necesario un entendimiento mundial,
que debería comenzar por reconocer que las deudas de algunos países europeos no
se pueden pagar.
Mediante una reestructuración -o como se le quiera
llamar- similar al Plan Brady, es necesario aliviar las penalidades de los
llamados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) y de otros países en
situación similar. Para volver al crecimiento, y teniendo en cuenta su deuda
interior y exterior, y la desesperada situación de sus bancos -cargados de
activos cuya auténtica calidad se desconoce-, no tienen más opción que reducir
drásticamente el valor de dichas deudas. Sobre todo si, al mismo tiempo, se ven
sumidos en la crisis fiscal y el descontento político.
Esa reestructuración carecerá de bases políticas o
morales en las que asentarse si no se acompaña de una mejor distribución de las
cargas que conllevarán las pérdidas. El llamamiento de Warren Buffet, seguido
por el de millonarios de otros países, pone al descubierto la insensatez de las
ideas del Tea Party, que pretende cargar la responsabilidad sobre los más
pobres, completamente ajenos a las causas de la crisis.
Para terminar, hay que decir que, o bien se rescata
el sistema financiero europeo mediante un enorme programa de recapitalización o
el euro se vendrá abajo por la falta de unidad fiscal. Además, la Unión Europea podría
también reducirse, permitiendo a algunos de sus miembros recuperar sus propias
divisas y devaluarlas.
Nada se conseguirá sin dirigentes políticos fuertes
y dispuestos a redistribuir el poder mundial y a reorganizar fundamentalmente
sus propias perspectivas. ¿Habrá energía suficiente para ese entendimiento? Ese
es el enigma de este momento histórico.
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