El agua se agota ante nuestros ojos
Con infinita paciencia y siempre con gran expectativa,
aguardamos las informaciones sobre el agua,
esperando que se rompan los muros que en
la conciencia ciudadana impiden tomar con responsabilidad el uso racional de
ese tesoro azul, tan común acá, en la confluencia de las cuchillas Negra y
Santa Ana, a tal punto de pasar
desapercibidos en la vida cotidiana.
Curiosamente, aunque el planeta que habitamos es más
agua que tierra, le damos el nombre de Tierra. El 70% de toda su superficie es
agua que, a su vez, se encuentra potable y disponible solamente en un 2,5% de
ese total. Ésta, agua con apellido de “dulce”, tiene el mismo apellido que la plata que reciben, por ejemplo, muchos
altos funcionarios públicos, electos por el pueblo o la dedocracia de turno, por la benemérita misión de preservar y
racionalizar el uso de los acuíferos, aguadas y cursos de agua.
Mientras el 97,5% es entonces agua salada no potable,
tenemos que de ese 2,5% de agua dulce, el 70% se encuentra en los glaciares en
forma de hielo, que según un fiel amigo del licor de los dioses, sería el único
estado útil del agua. Otra gran parte reposa en las profundidades de los
acuíferos y en la humedad del suelo. Y en contra partida, tan solo el 1% de esa
minúscula cantidad de agua dulce se encuentra disponible para el consumo.
Recordemos que el pueblo en su experiencia histórica, define como agua potable
ese líquido transparente, incoloro,
inodoro y agradable al paladar.
Desde Naciones Unidas se levanta la voz de alarma. Es
que somos 7.000 millones los navegantes en esta inmensa nave, en medio de
temperaturas extremas donde la demanda de agua se incrementa. Se estima, y con
razón, que para el 2025 la escasez de agua dulce podría convertirse en la
primera gran tragedia planetaria del presente siglo. Sin agua dulce no hay
vida, por lo que la muerte recorrerá la existencia de los millones de seres
humanos desprovistos del dinero suficiente para comprar esos dos litros de
aguas diarios imprescindibles para sobrevivir.
En el presente, y en gran parte debido a razones
naturales, la distribución de agua es muy desigual. Las regiones áridas y semiáridas
del planeta ocupan el 40% de la
superficie de la Tierra ,
disponiendo en cambio, de tan solo el 2% de las lluvias totales. En nuestro
país, y según estimaciones oficiosas realizadas en los últimos meses a
propósito de la sequía que azotó varias áreas del territorio, en el 2040 comenzará a sentirse severamente la
disminución de la disponibilidad de agua dulce, salvo que se comience urgente a
manejar su uso, con racionalidad, inteligencia, cariño y mucho amor honrado
hacia la vida y la naturaleza.
En este país como ocurre en el resto del mundo, los
seres humanos se congregan y construyen como comunidad, junto a los cursos de
agua, en una muestra elocuente de la importancia del agua en el desarrollo de
la propia vida. En el norte del país, no es casual que ciudades como Artigas se
funda y desarrolle en torno al Cuareim; o Rivera junto al Cuñapirú y Melo junto
al arroyo Convento. Eso no ha impedido sin embargo, que en el transcurso de los
últimos cien años, no se lo haya sometido a todo tipo de maltrato,
convirtiéndolos en letrina donde se tiran, incluso, los residuos altamente
contaminantes del voraz mundo del consumos tecnológico.
Los arroyos se
represan, como si tuviesen la culpa de algún ilícito, cuando los que deberían estar re-presos son
las personas que tiran cualquier porquería en sus aguas, cometiendo delitos de
lesa naturaleza y humanidad. Los cursos de agua, cansados de tanta
inconsciencia, irresponsabilidad e impunidad, reaccionan contra los pobres
pescados y toda la flora que otrora enjardinaban sus orillas como custodia del
libre trascurrir de sus aguas.
Con el agua no hay término medio. Si hay escasez, causa emergencia social; y sí
hay exceso de agua, se tiene las
reiteradas tragedias de las inundaciones. El fenómeno, por obra de cierta
miopía histórica, se ha transformado en folklore y característica cultural del
país. Se llora en las situaciones extremas y es motivo de comentarios
callejeros cuando pasa la tormenta. Se sigue durmiendo sobre laureles.
Evidentemente no se puede seguir indiferente,
tranquilos mirando las nubes, pisando desaprensivamente, por ejemplo, los 70.000 km² del Acuífero Guaraní, o usando
irresponsablemente la prolífica red hídrica natural. Tarde o temprano esas
generosas fuentes de agua dulce cerrarán el grifo. El egoísmo
institucionalizado deberá despertar, antes de que sea tarde, dejando de insistir en seguir, como
sociedad, girando en torno a su propio
ombligo, a la sombra de pasadas hazañas, y de espaldas a las cosas sencillas
pero sustanciales para la vida.
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