Nos
congrega la publicación de un ensayo del Dr. Orlando Gutiérrez, profesor de
historia, político y politólogo, titulado La ciencia de la democracia,
publicado en Madrid por la Fundación de Iberoamericanos por la Libertad que
dirige el Dr. Antonio Guedes.
La
obra, curiosamente, se inscribe en una tradición que tiene un glorioso
precedente cubano, la Teoría de la autoridad, escrita en el último tercio del
siglo XIX por Calixto Bernal, uno de los grandes tratadistas de la época.
Mi
primera observación tiene que ver con el hecho mismo de que un joven político
cubano se atreva a pensar y a teorizar por cuenta propia. Eso es magnífico.
Tenemos
la nefasta tendencia a creer que la política es una actividad de maniobreros de
corto aliento, ávidos de poder, apenas vinculados a la función de pensar y a la
gloria y al ánimo genuinos de servir.
Eso
es falso. Los grandes estadistas, al margen del legítimo impulso psicológico
que los lleva a querer mandar, suelen tener
la cabeza poblada de ideas y de conocimientos. Pienso en Winston Churchill, en
Antonio Cánovas del Castillo, en Vaclav Havel.
Eso
no quiere decir que los estadistas más cultos aciertan siempre, sino que es
preferible examinar la realidad desde un marco teórico complejo que tratar de
interpretarla a impulsos del corazón o de los testículos, sin que en ello
apenas intervenga el cerebro.
Una
buena cabeza, acompañada de un buen equilibrio emocional y de una sólida
estructura de valores, probablemente reducen las posibilidades de errar y
multiplica las de hacer el bien.
No
anda descaminado quien supone que un buen estadista, un estadista completo,
debe tener una idea moral de la sociedad, una idea económica, una idea
sociológica, una idea antropológica, una idea histórica.
Es
verdad que el sentido común es muy importante –esa mirada rápida que le permite
a quien lo posee tomar las decisiones más razonables y adecuadas a la
realidad–, pero ese instinto se alimenta mejor cuando se nutre de una densa
formación cultural.
Durante
la República, en Cuba tuvimos algunos estadistas intelectualmente bien dotados,
como Enrique José Varona, Orestes Ferrara, Rafael Montoro, José Antonio
González Lanuza, Jorge Mañach o Carlos Márquez Sterling, pero tal vez
influyeron poco en el signo general del Estado, y mucho menos en perfilar el
contorno de la vida pública cubana.
En
la contienda entre un Benito Remedios y un Jorge Mañach, casi siempre acababa
venciendo Benito Remedios, acaso porque la sociedad cubana no apreciaba demasiado
a sus intelectuales.
Acaso
fue una desgracia que José Martí, un estadista integral sumamente culto, a
quien le cabían la sociedad y el Estado cubanos en la cabeza (como suelen decir
los españoles de sus mejores líderes), no haya sido el primer presidente
cubano.
Hubiera
puesto el listón muy alto, como sucedió en Estados Unidos con George
Washington, circunstancia afortunada que propició la creación de una cadena de
mando inmediatamente jalonada con figuras como John Adams, Thomas Jefferson o
James Madison. A veces la ceremonia de bautismo sienta precedente y crea
escuela.
Nosotros
no tuvimos esa suerte. La percepción general, por lo menos la que sospecho tuvo
mi generación, era que en la esfera del Estado prevalecieron el manenguismo, la
corruptela, y una creciente mediocridad de la élite dirigente, rasgos que
acabaron desatando revueltas y revoluciones.
No
es con orgullo, sino con vergüenza, que los cubanos debemos enjuiciar el hecho
de que dos veces, en 1933 y en 1959, la ciudadanía aplaudió con entusiasmo el
fin violento del andamiaje institucional como resultado de los desmanes y las
violaciones de las reglas cometidos por los políticos que entonces gobernaban.
De
eso, precisamente, se nutren las revoluciones: del descrédito del sector
público y del bien ganado desprestigio de los funcionarios que lo dirigen.
Pero
no debemos olvidar que las revoluciones no sólo son el triunfo del sacrificio
heroico contra la opresión. También acarrean la devaluación de las ideas
republicanas y eso, a la postre, es gravísimo.
Ése
es el otro punto que deseaba tocar a propósito del ensayo de Orlando Gutiérrez.
De
sus reflexiones se deduce una legítima preocupación por el modelo de Estado al
que deben adscribirse los cubanos una vez que hayamos superado esta etapa
totalitaria de oprobio y sinrazón instaurada por el castrismo.
En
realidad, la discusión sobre quién manda, por qué manda y para qué manda es un
debate que tiene dos mil quinientos años.
Lo
perfilaron Platón y Aristóteles en la Grecia clásica y desde entonces todo lo
que hemos hecho es componer y tocar variaciones sobre el mismo tema.
Para
Platón, era obvio que la autoridad se fundaba en la sabiduría y descendía de la
cúspide hacia la masa. Debía mandar una minoría intelectualmente selecta.
En
Platón, milenios más tarde, están la raíz y la coartada de los gobiernos
oligárquicos, como, por ejemplo, las dictaduras marxistas, súmmum de las
oligarquías políticas, dirigidas por criaturas convencidas de la arbitraria
superstición de que al Partido Comunista le corresponde el papel rector de la
sociedad, porque “la clase obrera” (sic) es el factor que posibilita y dinamiza
los cambios dentro del esquema del materialismo dialéctico.
Para
Aristóteles, su discípulo, en cambio, que amaba más a la verdad que a su
maestro, la autoridad debía emanar del consentimiento de los gobernados y
ascendía o debía ascender de la masa a la cúspide.
En
Aristóteles está simiente de la democracia y el embrión de la concepción del
gobernante y de los funcionarios como servidores públicos. En él radica la idea
de que quienes gobiernan tienen un mandato y deben obedecer la voluntad
popular.
Pero
los griegos, que inventaron la democracia, la destrozaron legitimando cualquier
acción que tomara la mayoría.
La
mayoría de un jurado de más de medio millar de personas podía condenar
injustamente a Sócrates sin que estuviera clara la naturaleza del delito
imputado.
La
mayoría podía expulsar de la ciudad a quien quería: el odiado ostracismo.
La
mayoría elegía por un año a los generales, a los estrategas, para que
dirigieran las batallas.
Más
que un sistema justo para tomar decisiones colectivas, la mayoría, tomada como
ejemplo de democracia, se convirtió, como diría Jorge Luis Borges milenios
después, en “un abuso de la estadística”.
Afortunadamente,
otros griegos, dos siglos más tarde, los estoicos, encabezados por Zenón –un
judío patizambo nacido en Creta–, enriquecieron el pensamiento de Aristóteles
dándole vida a una idea que nos acompaña hasta hoy: la existencia de Derechos
Naturales.
Ni
los gobernantes ni las mayorías podían quitarnos ciertos derechos que nos
corresponden, sencillamente, porque somos seres humanos.
Es
de nuestra peculiar naturaleza, fundada en la razón, tan diferente al resto de
las otras criaturas, de donde emanan esos derechos.
Para
los estoicos, y así hasta llegar a nosotros, ser hombre o mujer es más
importante que ser ateniense o espartano, o pertenecer o no a una determinada
fratría.
La
regla de la mayoría, pues, tenía ciertos límites.
No
es sorprendente que de esa simple proposición se haya llegado, muchas centurias
después, al Constitucionalismo.
Debía
existir una ley escrita que limitara la autoridad de los gobernantes, el poder
de los jueces y las prerrogativas de los legisladores.
Lo
importante no era que mandara la mayoría, porque ya sabemos que la mayoría
puede cometer errores o atropellos terribles, sino que la sociedad condujera
sus asuntos comunes de acuerdo a unas reglas previamente consensuadas que
consagrara los derechos de los individuos.
Ese
es el objetivo primordial de la idea republicana: proteger los derechos de los
individuos frente a la tiranía de los gobernantes o de las mayorías.
Los
gobernantes tenían un mandato, como sugería Aristóteles, y su autoridad estaba
fundada en el consentimiento, pero ese consentimiento tenía que estar enmarcado
en los principios constitucionales.
Los
gobernantes sólo podían hacer lo que la ley expresamente les ordenaba o
autorizaba. Nada más que eso. En eso consistía su carácter de servidores
públicos.
La
sociedad civil, en cambio, podía hacer todo aquello que la ley no prohibía
expresamente.
Volvamos
al aquí y ahora de los cubanos.
La
República, la creada por los norteamericanos en 1787, a partir de la aprobación
de su Constitución, y la que surgió en Cuba en 1902, era una forma de organizar
el Estado basado en la muy razonable presunción de que, en determinadas
circunstancias, los seres humanos eran criaturas muy peligrosas que podían
hacerse demasiado daño, por lo que se dividía la autoridad en poderes que se
contrapesaban, se consignaban derechos inalienables, y se establecían límites a
los funcionarios elegidos o nombrados.
Era
una estructura fundada en la sospecha de que Rousseau no tenía la menor idea de
lo que decía cuando afirmó que el hombre es bueno por naturaleza.
El
hombre puede ser bueno o malo, en dependencia del clima social y de las
instituciones en las que interactúa con sus semejantes.
Puede
ser un tranquilo notario de provincia en Alemania, o puede ser Adolfo Hitler.
En
una sociedad que garantiza las libertades individuales y promueve la
diversidad, puede ser bueno y admitirá y respetará criterios distintos al suyo.
En
una sociedad que fomenta la intolerancia y el pensamiento uniforme, generará
actos de repudio, pogromos y el aplastamiento sin compasión de cualquier
manifestación de independencia intelectual.
Pero
la República, esa forma de organizar el Estado, requería una actitud colectiva
que nunca nos acompañó, y cuya ausencia explica el fracaso de nuestra nación:
la decisión de gobernantes y gobernados de colocarse bajo el imperio de la ley.
Nunca tomamos esa decisión.
Nunca
la tomamos, al menos de forma abrumadora, y los resultados están a la vista.
Se
le atribuye a Estrada Palma, nuestro primer presidente, la melancólica
advertencia de “ya tenemos República, ahora necesitamos ciudadanos”.
(El
propio Estrada Palma, por cierto, tampoco fue él mismo un ciudadano ejemplar, a
juzgar por la conducta que se le atribuye en las elecciones de 1905).
En
todo caso, el fin de la aventura comunista en Cuba, cuando acontezca,
precipitará a los cubanos, nuevamente, a definir la forma de gobierno que
quieran darse.
Ése
será el momento de retomar la idea de la República, pero no festinadamente,
como acaso hicimos en 1902, sino responsablemente y con total comprensión de
que ese modo frágil y sabio de organizar el Estado puede dar frutos
extraordinarios en el terreno material y espiritual, pero requiere de la
contención, del respeto al otro y de la decisión de colocarnos bajo la
autoridad de las reglas y de la verdad.
Cuando
llegue ese momento, hombres como Orlando Gutiérrez, e ideas como las que ha
formulado serán vitales.
Ojalá
que ese amanecer nos depare un país diferente, al que estemos orgullosos de
pertenecer, y en el que valga la pena criar una familia.
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