Cuando lo descartable planificado perjudica a quien
más necesita
La obsolescencia programada o lo descartable
planificado, es, sin duda uno de los inventos geniales del sistema capitalista
multiplicando exponencialmente la producción industrial en todo el orbe, pero
que a la larga termina por perjudicar al ciudadano de a pie, a las personas
comunes, a los más necesitados, cuya capacidad de consumir está limitada por
los escasos ingresos que percibe.
Bajo el lema
“consuma y descarte” para no detener la máquina productiva, se dejó
atrás aquel paraíso terrenal de los objetos que se fabricaban para toda la
vida: un par de zapatos que pasaban de generación en generación, la heladera
que duraba hasta la eternidad, el pantalón o vestido que a la par del desgaste
y el incremento de los remiendos y zurcidos, se convertía en piezas menores
para terminar en pañito de cocina.
Tiempos viejos se dirá, tiempos del reinado de las
máquinas de coser Singer, de los zapatos
Incalcuer, de las botellas de vidrio con leche Conaprole, de las radios Spica,
de los productos electrónicos Philips holandeses o de los General Eléctric de hace 80 años, de los
autos que duraban toda la vida en manos de un único dueño. Obviamente tiempos
idos, en que ya nada volverá.
Diariamente cuántas son las personas que salen
defraudadas de los comercios, al ver que las garantías o son por poco tiempo o
directamente inexistentes al ajustarse a lo establecido en la letra chiquita de
los manuales de uso. Más aún defraudados
e impotentes al comprobar que la responsabilidad sobre el producto esta en
manos lejanas, en una anónima marca radicada en un país lejano. Y ello sin saber que todo es intencional y
fríamente calculado. Se trata de todo un proceso capitalista llamado
“Obsolescencia”, que se inicia con rigurosos estudios de mercados. La
innovadora estrategia fue inventada en Norteamérica, a propósito del
histórico crac del 29, con el objetivo
básico de producir artículos con vida
limitada, así las personas comprarán más y las fábricas no se detendrán, por lo
que siempre habrá empleos.
Si bien la
obsolescencia planificada democratizó el acceso a bienes básicos como las
heladeras, cocinas, lavarropas, licuadoras y demás electrodomésticos, las
crisis se siguen sucediendo, y el problema del empleo sigue vigente y sin
solución definitiva. Y en cuanto a los productos se abaratan pero a costa de la
calidad, a tal punto que se ha impuesto que aquello de que los más caro son
mejores y con mayor vida útil.
Otro perfil de la actual obsolescencia programada es
la actual situación creada a partir de la investigación y desarrollo de nuevas
técnicas, las que han permitido, en tiempo relativamente breve, fabricar y
construir equipos mejorados con capacidades superiores a los precedentes. El
paradigma, en este caso, lo constituyen los equipos informáticos capaces de
multiplicar su potencia en cuestión de meses. Y los remplazos aparecen muy
rápidamente, porque las exigencias de la tecnología le limitan las
prestaciones. Eso obliga a estar adquiriendo programas, partes y sistemas
continuamente: lo que ayer era muy avanzado el mes que viene es obsoleto.
Al ciudadano común lo descartable programado le
afecta, en primer lugar porque hace de lo superfluo, imprescindible, y en
muchos casos, como una exigencia básica para la vida cotidiana. Es que cuando a
la hora de crear un producto, el sistema, entre otros factores, estudia cuál es
el tiempo óptimo para que deje de funcionar correctamente y necesite
reparaciones o sustitución sin que el consumidor pierda confianza en la marca.
La obsolescencia planificada ha sido capaz de crear una mercancía con un cierto
aspecto, y más adelante se vender exactamente la misma cambiando tan solo el
diseño. Esto es muy evidente en la ropa, cuando un año están de moda los
colores claros, y al siguiente los oscuros, para que el comprador se sienta
movido a cambiar su ropa perfectamente útil y así el productor gana más dinero.
El ciudadano pierde cuando es víctima de una
obsolescencia planificada y especulativa
al comercializar productos incompletos o de menores prestaciones a bajo precio,
con el propósito de afianzarse en el mercado ofreciendo con posterioridad el
producto mejorado que bien pudo comercializar desde un principio, con la
ventaja añadida de que el consumidor se lleva la falsa imagen de empresa
dinámica e innovadora. Por ejemplo la producción de una lavadora de bajo costo
que es intencionadamente, diseñada para fallar dentro de los cinco años de su
compra, empujando a los consumidores a obtener otra al término de ese tiempo.
Se multiplica la producción democratizando el acceso a
las más diversas mercancías, pero el empleo no se incrementa y menos su
calidad. Entonces se crean las más sofisticadas redes de crédito, la que operan
como invisibles cadenas que aprisionan las almas y las personas. La deuda
interna crece en forma exponencial, proporcionalmente al crecimiento de las
mencionadas redes. El ciudadano común, a “tarjeta limpia” se endeuda para
consumir lo superfluo, hundiéndose en un pantano que lo lleva a su vez a
requerir socorro con nuevos préstamos para tapar así lo agujeros que le
destrozan la vida.
El tema es complejo,
pero la obsolescencia termina afectando
al trabajador, y a la larga, la propia economía del país, y como sucede
ahora de todo el mundo. La fabricación acelerada y continuada de equipos
electrodomésticos, medios de computación y otros productos que en breve lapso
van a parar a la basura, trae como daño, entre otros, la alteración climática en el propio
proceso de producción; las montañas de materia sin reciclar, con componentes
que perjudican la salud y degradan la vida de las personas y de la misma naturaleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario