© 2012 Umberto Eco/L'Espresso (Distribuido por The New York Times
Syndicate)
Hace algún tiempo, yo estaba dando
una conferencia en la Academia Española en Roma -o, más bien, tratando de
darla. Me encontré distraído por una luz intensa que brillaba en mis ojos y me
hacía difícil leer mis notas- era la luz de la cámara de video del teléfono
celular de una mujer en el público. Reaccioné en una forma muy resentida,
comentando (como usualmente lo hago ante fotógrafos impertinentes) que de
acuerdo con la adecuada división del trabajo, cuando yo estoy trabajando ellos
debían de dejar de trabajar. La mujer apagó su cámara, pero con un aire
oprimido, como si yo la hubiera sometido a una verdadera afrenta.
Apenas este verano en San Leo,
cuando la ciudad italiana estaba lanzando una iniciativa en honor del paisaje
de la zona de Montefeltro que aparece en las primeras pinturas renacentistas de
Piero della Francesca, tres personas me estaban cegando con los destellos de
sus cámaras, y yo me detuve para recordarles las reglas del comportamiento
adecuado. Debe tomarse en cuenta que, en estas dos ocasiones, la gente que
estaba grabando no pertenecía a equipos profesionales de fotógrafos y no habían
sido enviados a cubrir el evento; eran simplemente personas supuestamente
educadas que habían acudido por voluntad propia para asistir a lecturas que
requerían cierto grado de conocimientos. No obstante, mostraban todos los
síntomas del "síndrome del ojo electrónico". Al parecer prácticamente
no tenían el mínimo interés en lo que se estaba diciendo; todo lo que deseaban,
aparentemente, era grabar la ocasión y, quizá, subirla a YouTube. Habían
renunciado a prestar atención al momento y optado por grabar con sus teléfonos
celulares en lugar de observar con sus propios ojos.
Este deseo de estar presente con un
ojo mecánico en lugar de con un cerebro parece haber alterado mentalmente a un
número significativo de gente que normalmente es educada. Los miembros del
público que estaban tomando fotografías y filmando videos en Roma y San Leo
probablemente salieron de allí con algunas imágenes pero sin tener idea de lo
que habían visto (tal comportamiento está quizá justificado cuando se ve a una
desnudista - pero no en una conferencia académica). Y si, como imagino, estos
individuos van por la vida fotografiando todo lo que ven, están condenados a
olvidar hoy los que grabaron ayer.
En varias ocasiones he hablado
acerca de cómo dejé de tomar fotografías en 1960, después de una gira para conocer
catedrales francesas que yo había fotografiado como un demente. Al regresar a
casa del viaje me encontré en posesión de unas series de fotografías muy
mediocres - y ninguna memoria real de lo que había visto. Arrojé la cámara, y
durante mis viajes posteriores sólo he grabado en mi mente lo que vi. He
comprado excelentes tarjetas postales, más que para mí, para otros, para
recuerdos futuros.
Una vez, cuando tenía 11 años de
edad, me topé con una conmoción inusual en una avenida importante. Desde la distancia,
vi las secuelas de un accidente. Un camión había golpeado a un carromato que un
granjero manejaba, acompañado por su esposa. La mujer había sido arrojada al
suelo. Su cabeza se había roto y ella yacía en un charco de sangre y materia
cerebral. (Todavía recuerdo con horror que, en ese momento, a mí me parecía
como si un pastel de crema y fresas se hubiera estrellado en el asfalto.) El
esposo de la mujer sostenía la cabeza de ella, llorando desesperadamente. No me
acerqué mucho, porque estaba aterrado. No sólo era la primera vez que había
visto un cerebro desparramado en el suelo (y afortunadamente fue la última),
sino que era también la primera vez que estaba en presencia de la muerte. Y la
angustia y la desesperación.
¿Qué habría pasado si yo hubiera
tenido un teléfono celular equipado con una cámara de video, como las que
tienen todos los chicos hoy en día? Quizá hubiera grabado la escena para
mostrarle a mis amigos que yo había estado allí. Y quizá hubiera subido mi
tesoro visual a YouTube, para deleitar a otros devotos del schadenfreude (*).
Después de eso, ¿quién sabe? Si hubiera continuado grabando tales desgracias,
me habría hecho totalmente indiferente al sufrimiento de otros.
En lugar de eso, conservé todo en mi
memoria. Setenta años después, la imagen mental de esa mujer me sigue rondando
y, de hecho, me ha enseñado a identificarme con el sufrimiento de otros en
lugar de ser indiferente a él. No sé si los jóvenes actuales tendrán las mismas
oportunidades que yo de madurar al llegar a la edad adulta - para no hablar de
todos los adultos que, con los ojos pegados a sus teléfonos celulares, ya se
han perdido para siempre.
(*) Regodearse, complacerse
maliciosamente con un percance, apuro, etc., que le ocurre a otra persona (RAE)
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