Desde el borde de un acantilado
conocido aquí como fiordo, mientras el viento y el salitre del norte entran en
contacto con el bronceado andaluz de la pasada semana, me siento a rumiar el
remanente de la conversación que tuve la ocasión de mantener con un parroquiano
en el bar donde decidimos que desayunaríamos cada día de los nueve que
permaneceremos en esta idílica zona del planeta, en la población de
Beitostolen, Noruega a unos doscientos cincuenta kilómetros al noroeste de
Oslo.
Tras dejar absolutamente limpio el
plato de restos de la nutriente yema de huevo extraído según la dueña de las
gallinas de su corral y de la ya no tan inmaculada salchicha de marras, cuando
la troupe compuesta de mi hijo y mi mujer nos disponíamos a regresar a la
cabaña a por el pequeño descanso post desayuno que me tomo en las vacaciones
antes de un día de excursión, se me ocurrió tomar un tazón más del desabrido y
sin embargo acogedor café de las estepas vikingas: - Vayan, que un par de
minutos los alcanzo- fue lo que les expliqué para tomarme ese indispensable
momento del día en que uno está solo y con posibilidad de colectar su pequeña
anécdota personal , privada e intransferible, o bien el halo de misterio que
permita recrear alguna en la imaginación y no tener necesariamente que esperar
al regreso del viaje para compartir las historias pudiendo hacerlo cada noche
con más o menos sazón entre los acompañantes de turno antes del chapuzón en la
almohada. Mi esposa aceptó la invitación sonriente, pocas cosas al cabo de un
café, huevos y salchichas, son menos reconfortantes que compartir mi mal humor
matutino.
Cuando llevaba la taza por la mitad
se sentó a mi lado un hombre que aparentaba tener mi edad y menos malas pulgas
a esa hora ya que me saludó sonriente con el God morgen de casi todos aquellos
rubios habitantes de tierras rodeadas de arenques y salmones de Alemania hacia
arriba. Le contesté en mi rudimentario inglés, y me hallé naturalmente
comunicativo teniendo en cuenta que la parla se daba antes de mi segundo
café. Al cabo de un rato nos habíamos
contado de donde éramos , que hacíamos allí y lo agradable que aquella zona nos
parecía, aunque dudo que cualquiera de los dos persiguiese otra cosa que
relajarse un poco, soltar la lengua y
ejercitar el arte perdido de que alguien nos prestase una pizca de atención.
Pero entonces salió el tema de la crisis española, aún cuando le había dicho
que soy argentino pero vivo en España, se ve que o bien lo dije de manera que
únicamente lo entendiese yo, o bien que Argentina le sonaba menos que el
sánscrito, entonces admití la charla sobre mi patria de acogida, ya que en
efecto allí radico, mi estómago se alimenta de sus víveres, mis pulmones de su
aire y mi escaso entusiasmo de su actual realidad socio económica.
El noble conversador noruego se
manifestó intrigado e incrédulo acerca de las noticias que muestran en los
noticieros de su país como en el sur rendido, la política nacional se centra en
beneficiar y proteger cualquier posible malestar que puedan tener los grandes
bancos y la gran patronal en general, propiciando todo tipo de leyes y
reglamentaciones que faciliten el despido y la explotación de los trabajadores
a los empresarios menos escrupulosos o más vetustos, de lo cual en España existe
un nutridísimo catálogo capaz de provocar el aburrimiento del más interesado de
los analistas. El capítulo de la larga lista de injusticias que se están
fraguando en el oculto programa del partido gobernante, que encontraba particularmente más difícil de
creer, era el de los desahucios. Per, quien así se llamaba según me confesó,
decía que en su país era impensable que se protegiese los intereses de unos
delincuentes como habían sido algunos bancos en la actual crisis, hasta el
punto de dejar en la calle a una familia, y decía que él pensaba que la
televisión Noruega, persiguiendo directrices del poder político del norte que
procuraban ahorrar en los gastos de rescates a países europeos en problemas,
exageraba la situación al punto de decir que los desahucios se producían
incluso cuando había niños y ancianos, que no importaba siquiera que estuviesen
enfermos y que hubiese bebés, que los mandaban a la calle sin más, y que encima
se estaba persiguiendo aprobar la supresión de toda ayuda a quienes fuesen indigentes
o parados de larga duración, o sea a los que peor estaban, mientras se
aprobaban multimillonarias ayudas a las entidades financieras más caras,
corruptas, deficientes y que más dinero habían distraído en beneficio propio, o
sea, a los que mejor estaban.
Fue entonces que experimenté por
primera vez el sentimiento de ser en parte español desde un ángulo desde el
cual nunca lo había vivido, tuve vergüenza de admitir la verdad. Aún cuando soy un opositor frontal a la política
de deterioro de los derechos y la modernidad que está llevando a cabo el actual
gobierno, no pude en este caso asentir con el mismo vigor que lo hago en el
resto de mi cotidianeidad, me dio una profunda vergüenza, como si en la
observación más que examinar a España me estuviese desaprobando a mí, como si
se cuestionase de algún modo mi propia aptitud junto con la capacidad de esta
España para formar parte del proyecto humanista que debe significar Europa en
diferencia al resto de capitalismos. Fue un sentimiento repentino, ya que casi
en el acto me repuse y con todos los bríos le dije - Sí, soy parte de esa
sociedad, pero ni les he votado ni les apoyo. Y continuamos hablando de
aspectos más gentiles de la mañana, de la generosidad de los paisajes en
aquellos pagos y del apego de los noruegos por marcar cada producto con el
precio más alto del mercado. Aunque luego, según el sueldo medio que me comentó
ganan los trabajadores por allí, el país llegó a parecerme incluso barato.
Una vez en el acantilado, mientras
me preguntaba cómo podían llegar las gotas de aquellas olas hasta allí arriba,
vi a mi mujer y a mi hijo en la misma posición que yo, acuclillados de frente
al océano, y les iba a comentar mi particular anécdota de la conversación con
el noruego de unas horas antes, pero el sonido del viento y el mar me habrían
obligado a castigar el edema de mis cuerdas vocales, podría contárselo en algún
momento menos idílico, cuando ya estuviésemos en casa, esperando otra vez a que
fuese viernes para que Rajoy anunciase un nuevo recorte a los españolitos de a
pie, los que no tuvieron otra parte en esta crisis que su abulia y el excesivo
énfasis puesto en el baile al son de la macabra música marcada por los
beneficiarios de ayer y de hoy.
Per no me había tomado un examen a
mí, solo estaba compartiendo una charla de café con un desconocido, pero ofició
como un llamado del ánima del poeta perdido, de la España con el alma en pena:
- Si te sientes de esta tierra, ayúdanos tú también a cerrar el ciclo.
No sé que figura estaría yo ocupando
en la cosmogonía del lugareño, probablemente la misma dada la infructuosidad de
separar a los actores de una escena, el último suspiro del poeta maldito y
entre ambos una deidad intermedia, Babalú Ayé.
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