Durante una reciente serie de
sucesos en Boloña, organizada por el diario italiano La Repubblica, casualmente
sostuve una conversación acerca del concepto de la reputación. Hubo un tiempo
en que las reputaciones sólo podían ser buenas o malas, y cuando la reputación
de una persona quedaba arruinada – debido a una bancarrota, por ejemplo, o por
el rumor de que su esposa le estaba siendo infiel – podía llegar al extremo de
suicidarse o cometer un crimen de pasión. Naturalmente, todos aspiraban a tener
una buena reputación.
Desde hace un tiempo, sin embargo,
el énfasis en la reputación ha cedido su lugar a un énfasis en la notoriedad.
Lo que importa es ser “reconocido” por los compañeros – no reconocido en el sentido
de estima o de premios, sino en el sentido más banal de que, cuando uno es
visto en la calle, pueden decir “¡Miren, es él!” La clave radica en ser visto
por mucha gente, y la mejor forma de hacer eso es aparecer en televisión. No es
necesario ser un ganador del Premio Nobel o un primer ministro; todo lo que uno
tiene que hacer es confesar en un programa de TV que su compañera lo ha
traicionado.
En Italia, cuando menos, los
primeros héroes de este género fueron esos idiotas que acostumbraban colocarse
detrás del entrevistado y saludaban a las cámaras. Esto quizá los haya ayudado
a ser reconocidos la noche siguiente en un bar (“¡Te vi en la televisión!”),
pero tal fama no duraba mucho. De forma que gradualmente fue aceptado que, para
poder hacer apariciones frecuentes y prominentes, era necesario hacer cosas
que, en épocas pasadas, hubieran arruinado la reputación de una persona. No es
que la gente no aspire ya a tener una buena reputación, sino que es bastante
difícil adquirirla; una persona tendría que realizar un acto de heroísmo, ganar
algún premio literario importante o dedicar toda su vida a cuidar de leprosos.
Cosas así no están al alcance de la mayoría de la gente. Es más fácil
convertirse en un sujeto de interés popular – especialmente de la variedad más
mórbida – mediante el recurso de acostarse con una celebridad o ser acusado de
un fraude.
No estoy bromeando. Como prueba,
observe al aire orgulloso del extorsionador o del bribón barato de barrio que
aparece en la televisión después de ser aprehendido. Esos momentos de
exposición y notoriedad bien valen un poco de tiempo en la cárcel, y es por eso
que el bribón casi siempre está sonriendo. Han pasado décadas desde el tiempo
en que la vida de una persona quedaba arruinada porque era exhibida sujeta por
unas esposas.
Éste es el tipo de cosas de las que
hablamos en el evento de la Reppublica, respecto de la reputación. Justo al día
siguiente, dí con un largo artículo en la prensa intitulado “Pérdida de la
vergüenza” – un comentario acerca de diversos libros con títulos como
“Vergüenza: La metamorfosis de una emoción” y “Sin vergüenza”. Así que al
parecer la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre
las costumbres modernas.
Ahora bien, este deseo frenético de
ser visto – y de obtener notoriedad al precio que sea, incluso si significa
hacer algo que antes era considerado vergonzoso – ¿brota de la pérdida de la
vergüenza, o es lo opuesto? ¿Se ha perdido nuestro sentido de la vergüenza
porque actualmente es más importante ser visto, aunque eso signifique caer en
desgracia? Me inclino hacia la segunda hipótesis. Es tanto el valor que se da a
ser visto, y en convertirse en tema de conversación, que la gente está
dispuesta a abandonar lo que antes era llamado decencia (no digamos ya la protección
de la propia privacidad).
El autor de “Pérdida de la
vergüenza” también menciona otra señal de desvergüenza. Muchas personas hablan
en voz alta por sus teléfonos celulares en el tren, informando a todos de sus
asuntos privados – el tipo de información que antes se susurraba, no se
trasmitía. No es que la gente no se dé cuenta de que otros pueden escucharlos,
lo que los haría simplemente gente sin educación, sino que subconscientemente
quieren ser oídos, incluso si sus asuntos privados son bastante
insignificantes. Pero, qué vamos a hacer: no todo el mundo puede tener asuntos
privados importantes, así que quizá es suficiente con ser visto y oído.
He leído que algún movimiento
eclesiástico está promoviendo un retorno a la confesión pública. Tienen cierta
razón: ¿qué tiene de divertido revelar tu vergüenza a un solo confesor cuando
se puede estar hablando a las masas?
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