Fidel Castro se ha enamorado de la
Moringa. Es un amor crepuscular. A sus 86 años, como en los boleros, ha
encontrado otra razón para vivir. La Moringa es una planta milagrosa que viene
de la India. Es una fuente inagotable de proteínas y minerales que crece casi
sin agua y en cualquier terreno. Por qué la Moringa no ha efectuado sus
prodigios en la India es una pregunta incómoda que el viejo Comandante no se
hace.
Fidel es un hombre de respuestas, no
de preguntas. No conoce la duda, esa actitud típica de los agentes de la CIA.
Fidel está seguro de que esta vez ha acertado con la bala de plata adecuada
para matar de un tiro todos los males económicos que aquejan al país. Será su
legado final a la nación que ha dirigido desde hace tres generaciones, aunque
en el tramo final lo asiste su hermano Raúl, en tantos sentidos, pequeño.
No es la primera vez que Fidel
resulta iluminado por estas intuiciones geniales. El economista Marzo
Fernández, escapado del manicomio hace unos años, sintetizó muy bien la lista
de hallazgos portentosos debidos a la iniciativa de Fidel: una semilla de
gandul que crecía hasta en el cepillo de dientes; el arroz IR8; el café Caturra
que no necesitaba sombra, ni agua, ni tierra, porque, como la hidra, arraigaba
tenazmente hasta en las piedras; un plátano maravilloso cultivado por microjet;
un tipo de ganado con vacas generosas que daban ríos de leche y toneladas de
carne que no cumplió lo que se esperaba, pero al menos les dejó a los cubanos
la única estatua que existe en el mundo a una vaca, la gloriosa Ubre Blanca,
junto a un toro semental, ambiguamente llamado Rosa Fe, también venerado, que
murió en acto de servicio y en los brazos amorosos de un mamporrero tras la
milésima eyaculación revolucionaria.
¿Para qué seguir? La revolución
cubana es algo así como la versión caribeña del Gabinete del Doctor Caligari o
la consulta del Dr. Frankestein. La
sociedad cubana es un laboratorio experimental colocado a la disposición de un
tipo arbitrario y lleno de imaginación, colérico y autoritario, que lleva más
de medio siglo buscando un truquito que catapulte a la fama y a la prosperidad
la hacienda de su propiedad llamada Cuba. Ese personaje, Fidel, ha acaparado y
se ha reservado absolutamente la capacidad de tomar iniciativas. Es él quien
precisa cuáles son las necesidades y las resuelve. Es él, en exclusiva, quien
descubre las oportunidades y se lanza a explotarlas.
Por eso, entre otras razones, ese
régimen es un fracaso absoluto. Si le vamos a creer a los discípulos de
Vilfredo Pareto -y hay razones para tomar en cuenta a este extraordinario
economista italiano- el 20% de la sociedad tiene el ímpetu que se necesita para
tirar del 80 restante.
De esa quinta parte llena de energía
surgen la mayoría de las iniciativas. Eso quiere decir que en un país como
Cuba, Fidel Castro se ha apoderado de las facultades creativas de más de dos
millones de personas y las ha condenado a la pasiva obediencia de sus caprichos
más delirantes, lo que explica (en parte) la miseria y la desesperanza que
imperan en esa pobre nación, de la que los jóvenes quieren escapar a bordo de
cualquier cosa porque, dada la experiencia, son incapaces de creer que algún
día conseguirán mejorar la calidad de sus vidas.
Raúl Castro no ignora nada de esto.
Él sabe que los arrebatos de su hermano son responsables de una buena parte del
fracaso económico del país, pero su autoridad no le alcanza para frenarlo. Lo
ha obedecido ciegamente toda su vida y esos comportamientos se convierten en
hábitos. En todo caso, Raúl es un déspota diferente. Administra el desastre,
pero no lo provoca. Su intención es mantener el poder político a cualquier
costo y quiere copiar el modelo vietnamita, aunque no se sabe muy bien qué es
ese engendro. Me cuentan que Raúl
despachó la historia de la Moringa con un comentario melancólico e impotente:
"Son cosas de Fidel"
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