La interminable era del adoctrinamiento




Desde que el sistema educativo estatal se instaló entre nosotros, hace ya bastante tiempo, hemos asistido a un creciente proceso de profundización del adoctrinamiento por parte de quienes conducen sus destinos.
Lo que parecía tener un loable fin, como en tantas otras cuestiones, de la mano de la concentración del poder, la pérdida de los equilibrios y contrapesos y una creciente perversidad general, se fue transformando lenta pero decididamente, en esto que hoy conocemos.
La organización educativa estatal, amparada en la simpática idea de que resulta necesario que nuestros niños y jóvenes se eduquen, aprendan, se instruyan, se ha convertido en la más potente y despiadada herramienta de adiestramiento ciudadano.
Desde las escuelas no solo se enseña a leer y escribir, a sacar cálculos aritméticos, o hacer una búsqueda en internet. Se adoctrina, se imparte ideología, se instalan valores, se explica cómo diferenciar lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto.
En un sentido abstracto esto podría parecer saludable, pero lo cierto es que quienes dirigen los destinos de las sociedades son los mismos que establecen que está bien y que está mal, que se enseña y que no, homogeneizando el pensamiento de cada generación, haciéndoles ver solo lo que ellos pretenden.
La misma sociedad que dice que la política como la conocemos tiene malas prácticas pretende que creamos que las instrucciones que emanan de ese poder con pobres convicciones morales, generará los contenidos adecuados para nuestras generaciones futuras.
Es difícil suponer que las mismas personas que generan la  ineficiencia estructural que detentan cuando no pueden resolver problemas cotidianos como la creciente inseguridad y las crisis económicas que ellos mismos alimentan con sus desatinadas decisiones, resolverán la cuestión educativa.
Es tremendamente ingenuo creer en esa mirada, además de contradictorio e insostenible desde cualquier ángulo que pudiera ser analizado.
Lo concreto es que el aparato educativo les resulta absolutamente útil a los gobernantes de turno para imponer, fijar reglas y garantizarse perpetuidad, ya no partidaria, sino desde el espacio de la corporación política.
Ellos desde ese inmaculado lugar que detenta la educación como idea superior, castigan a los creativos, a los talentosos, bajo el lema de fortalecer el principio de igualdad, nivelándolos a todos hacia abajo.
En esa misma línea, a los que no quieren pensar, a los que hacen de la abulia intelectual un hábito, les brindan ideas elaboradas previamente, para que simplemente las suscriban sin analizar.
En cada acto escolar, en cada aparentemente ingenua actividad científica, en cada discusión sobre educación sexual, historia o geografía, los que mandan cargan las tintas con sus posiciones preconcebidas.
Ellos deciden que idioma se debe estudiar, que libros leer y cuáles no, como debe interpretarse cada hecho histórico, y que postura debe asumirse en temas de moralidad cotidiana.
Han logrado conformar una fábrica de visiones y no un ámbito para ser instruidos. Ellos no quieren reconocer que la educación solo precisa de un adecuado marco de libertad para poder trasgredir, imaginar e inventar.
Las sociedades que crecen genuinamente son las que pueden ser más creativas, las que desarrollan su capacidad para descubrir, las que se permiten dudar de sí mismas, de eso se trata el mundo del conocimiento. Si se ha progresado en ello es porque se ha sido capaz de descreer de lo actual para soñar en lo que aun no se ha conseguido.
Los grandes inventores del mundo, los que han creado las más geniales ideas del planeta, esas que usamos a diario, no han surgido gracias a la maquinaria de la educación pública. Muchas de esas brillantes invenciones nacieron de mentes rebeldes, de gente que no acepta los moldes. Son los trasgresores, lo que dieron luz a muchas genialidades.
El sistema educativo estatal es estructurado, inmóvil, rígido, incapaz de fomentar ideas nuevas, no está conceptualmente diseñado para salirse de sí mismo, sino para hacer un culto del status quo. Su pasión por el orden, la disciplina y las reglas, lo hace el ámbito menos apto para desarrollar las mentes.
No vamos por buen camino cuando ciertos ciudadanos lo defienden como si fuera un dogma, y se ofende frente a sus críticos. Tampoco cuando discutimos la eficiencia de su gasto como si eso cambiara el resultado final. El régimen actual es temiblemente caro, y eso es grave, pero lo más trágico frente a los acontecimientos es su producto, lo que genera. Abaratarlo, hacerlo más eficiente es casi un deber moral, pero claramente no es la cuestión de fondo.
Debemos animarnos a replantear el escenario sin tantos prejuicios y preconceptos, y asumir que pretenden utilizarnos cuando nos hacen defender un sistema y  hacernos sentir como malas personas por pensar diferente. Esa sola prueba debería servir para demostrar cuanto nos han influido. Han instalado la idea de que su visión sobre la educación es indiscutible. Vaya osadía. Lamentablemente habrá que decir que estamos transitando la interminable era del adoctrinamiento.

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