El hábito de la lectura
"La vida es muy peligrosa. No por las personas
que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa." Albert
Einstein
Medio siglo atrás, uno de los titulares de la
tradicional editorial española Losada caracterizada por la popularización de los clásicos de la literatura universal,
destacaba Uruguay como el país de mayores índices de lectura de Hispanoamérica.
Incluso superaba a Argentina, México y la propia España al considerar el índice
anual de adquisición de libros por habitantes. En términos comerciales, Losada
vendía más libros en Uruguay que en toda Argentina con diez veces más
habitantes.
No había entonces pruebas PISA o similares que
señalaran los niveles medios de educación de los uruguayos, pero parece obvio,
para propios y ajenos, los niveles de excelencia cultural de los uruguayos de
las generaciones del 50 y 60. En la década del 70, era habitual reunir a los
rebeldes de Latinoamérica en países como Suecia, donde confraternizaron
trabajadores exiliados de prácticamente todo el mundo. Un trabajador
latinoamericano comentaba que los trabajadores uruguayos parecían todos
“doctores” , sobresaliendo por sus niveles de cultura general.
Sociólogos y otros especiales, al señalar los actuales
problemas de la educación sientan una
posición conservadora, sosteniendo que siempre fue igual, que la diferencia con
aquellas décadas doradas, era la falta de estudios lo que permitió hacer de
aquellas supuestas excelencias, un mito urbano más. Sin embargo, aun hay
decenas y decenas de testigos que ratifican que no había nada mejor que leer un
buen libro antes de acostarse, después de un día agotador, pues las obras
literarias tienen el don de relajar y entretener mientras aportan
conocimientos.
Recientes encuestas revelan que entre los jóvenes
veinteañeros, leer uno o dos libros por año, fuera de los textos, es
considerado todo un emblema. Mientras que en la década del 60, un buen lector
era considerado aquel que leía hasta 100 libros en un año. Obviamente era el
gran motivo de conversaciones tanto en las esquinas, en los corrillos
académicos y en los hogares, incluso en la vida íntima.
En la actualidad, todo ha cambiado. A pesar de que
aprender a leer ya no es un lujo, sino un hábito de supervivencia, la
disminución del hábito de lectura es un hecho patente. En un contexto mundial
la influencia del desarrollo impetuoso de los medios audiovisuales como la
televisión, la radio e Internet, ha
provocado el olvido masivo de dedicar un tiempo a leer un libro, ya sea una
novela, un pequeño cuento o un poema fortuito.
En los últimos años, el desarrollo de las llamadas
bibliotecas digitales, ha propiciado un alza en el número de lectores, con una
copiosa oferta de textos muy variados y prácticamente para todos los gustos.
Lamentablemente, sigue siendo limitado el acceso a Internet y otros espacios
virtuales que permiten a todos disfrutar de una inconmensurable cantidad de
información.
Otro muro a derribar es la patológica desmotivación.
Unos aluden al poco tiempo libre de que disponen, o al cansancio que padecen
luego de la jornada diaria de trabajo, o
directamente a la "tediosa" relación de los libros con el estudio,
que le hicieron perder todo entusiasmo por la lectura. Hay quienes incluso
manifiestan su inconformidad con los temas que abordan las creaciones literarias,
especialmente las contemporáneas con textos que no complacen, ni a la juventud,
ni a la población en general.
Por otra parte es un hecho incuestionable que el poco
desarrollo del hábito de lectura ha traído como consecuencias la proliferación
del mal uso del idioma, garrafales faltas de ortografía, y el poco dominio de
la historia y la cultura universal. Para muchos, leer consiste solo en
descifrar los mensajes del celular y los carteles de los precios en los
comercios, lo que obviamente poco o nada aportan al desarrollo cultural e
incluso profesional. A medida que una persona deja de leer periódicamente, su
vocabulario se empobrece y la capacidad de análisis disminuye, y paulatinamente
se convierte en un marginado por su pobreza expresiva y la falta de temas de
conversación.
Las librerías y bibliotecas públicas pueden contribuir
más a aumentar la cantidad de lectores, y los que disfruten de sus servicios
están en el deber de contribuir a la preservación de valiosas obras antiguas
que con el paso de los años y los maltratos se deterioran y pierden. Es
lamentable que las nuevas generaciones no conozcan los escritos de Emilio
Salgari, Jack London, Horacio Quiroga, Morosoli, Bécquer, Rodó, Rubén Darío,
Jorge Isaac, Galeano, Balzac, Amicís, Carrol, Martí, Zorrilla de San Martin,
Hernández, Defoe, Dickens, y tantos otros
clásicos universales de la literatura juvenil.
Evidentemente, no hay educación sin lectura. Es tiempo
de decir ¡no! a la indiferencia y al derrumbe cultural; “no por las personas que hacen el mal, sino
por las que se sientan a ver lo que pasa”, según Einstein. Habrá que promover
políticas de estado que señalen una inflexión radical en este estado de cosas.
Políticas que marquen un renacer del amor por las letras y la cultura. Volver a
familiarizarse con los hábitos de lectura, no solo por ser herramienta útil al descubrir otros
horizontes del conocimiento, sino para poder entender las transformaciones de
un mundo en crisis y alcanzar mejores niveles de convivencia, fraternidad y
justicia entre todos las personas.
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