Que
la inseguridad, es en nuestros días, la principal preocupación de los
uruguayos, no es ninguna novedad. El incremento de los delitos con inusual
violencia y con resultado muerte, ha golpeado particularmente a la sociedad en
su conjunto. Sociedad que, lamentamos comprobar, pese a la bonanza económica y
a los bajos índices de desempleo, se presenta muy lejos de estar integrada, y
donde se verifica una profunda fractura entre los distintos estamentos que la
componen. Muchas serán las causas, pero lo cierto es que todos, en mayor o
menor medida, sufrimos las consecuencias de este escenario donde nos toca
desarrollar nuestras actividades cotidianas, las más de las veces, siendo
testigos de ese gran deterioro que nos duele y a la vez nos afecta y perjudica,
pues atenta contra nuestros derechos y calidad de vida.
Y
se advierte con preocupación, la inacción, cuando no la ineficiencia, en la
aplicación de políticas públicas que apunten a mejorar en profundidad tales situaciones.
Al parecer no se pasa del diagnóstico, pero el problema no se resuelve y
tampoco se encuentra un jerarca que se responsabilice. Y cuando la oposición
pretende hacerlo, las mayorías automáticas respaldan al unísono al compañero
“agredido”, para apuntalar su gestión y que todo, sin mayores dramas,
transcurra como si nada.
¿Hasta
cuándo?
El
reciente drama de la joven estudiante asesinada en Las Piedras, demostró
además, la inseguridad que percibió el Juez Penal a cargo de entender en el
asunto, quien seguramente, para garantizar la integridad de los indagados, de
su personal y la suya propia, debió hasta cambiar de sede física, para poder
cumplir con sus actuaciones, con las mayores garantías, dentro de los plazos
legales.
Si
a esto, le sumamos los robos en los despachos y daños en los vehículos
particulares de los propios jueces, que se han constatado en sedes donde
funcionan otros juzgados penales, o la directa intimidación a testigos, dentro
y fuera de los propios edificios donde deben prestar sus declaraciones, la
situación es ciertamente caótica, por el peligro latente que encierra.
¿Es
que se espera se llegue a la agresión física a los magistrados o a sus
funcionarios más directos, para adoptar decisiones que logren disuadir tales
conductas? ¿Por qué razón, se permite esa suerte de presión, a veces hasta
violenta y agresiva, en la proximidad de los accesos a los edificios sede de
esos juzgados? ¿Se trata de respetar acaso su libertad de reunión, asociación o
expresión? Todo parece subvertido. Puede llegar humanamente a comprenderse la
situación de incertidumbre y angustia de los familiares de quienes pueden
resultar comprometidos en asuntos de índole penal, -donde está en juego nada
menos que la libertad- pero de allí, a admitir en las sedes penales o su
entorno, intromisiones, agresiones, insultos, intimidaciones, daños a vehículos
y conductas destempladas de hordas irracionales, hay un gran paso. Casi un
abismo. Debiera actuarse con inteligencia y celeridad a la hora de implementar
mecanismos de protección y mayor seguridad, a quienes como funcionarios
públicos deben brindar sus servicios en esos lugares, desde el más humilde de
ellos, al más encumbrado magistrado, desde los Defensores de Oficio a los
abogados particulares que intervengan. Sin olvidar por cierto a los indagados,
a los peritos y a quienes concurran en calidad de testigos, pues todos ellos,
brindarán su aporte “para que la Justicia se pronuncie”. Debiera recuperarse…
hasta el respeto que ello implica.
No
se trata de una cuestión menor. Obsérvese que están en juego, no solo valores
institucionales, democráticos y republicanos, sino además tanto, la integridad
de las personas como el derecho a la vida y es, en definitiva el gobierno el
único responsable de aplicar las normas jurídicas que garanticen el
cumplimiento de los diversos roles así como la civilizada y pacífica
convivencia propias de un Estado de Derecho que se precie de serlo.
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