Desde hace algún tiempo, resulta habitual escuchar
en privado o por la prensa, reproches, voces quejumbrosas, respecto a diversas
cuestiones del país. Quejas por el aumento imparable de la deuda externa, la
persistencia del déficit fiscal, la asfixia de la presión tributaria, los
problemas energéticos, la caída libre del nivel de educación, la vulnerabilidad
de los servicios de salud, el galopar diurno y nocturno de los subsidios, los
problemas de política exterior, los elevados niveles de pobreza, la
consolidación de la marginalidad o el imperio de la inseguridad.
¿Quienes se quejan? Según el momento, pueden oírse,
desde las figuras de gobierno hasta los presos, pasando por los diferentes
ámbitos de la sociedad. Sin embargo, irremediablemente debemos asumir nuestras
circunstancias… por primera vez en muchas décadas, el país tiene un gobierno
que cuenta con mayoría absoluta y mantiene un alto respaldo popular. Si bien
las corrientes políticas de oposición –compuesta por los partidos fundadores-
se comportan de manera disímil con el gobierno, la gran novedad de estos
tiempos, la constituye precisamente, su desempeño civilizado, sin promover un
estado de agitación, sin agraviar, ni inquietar
la vida cotidiana de la gente.
Resulta paradójico, que la sociedad pierda calidad
de vida, en período de desempleo
excepcionalmente bajo, con mercados abiertos para vender toda la producción,
precios récords … algo así como una duradera
llovizna de oro que cae sobre el territorio nacional. En medio de tantos
recursos, que debería ser causa de un despegue que nos elevara como nación, los
uruguayos se protegen detrás de las rejas de sus casas, se hieren y matan todos
los días, desertan alarmantemente de los centros de estudio, mientras se
consolidan zonas densamente pobladas, sin esperanza alguna de ascenso social.
Éstos aspectos del panorama nacional –aunque
también tiene indicadores
alentadores- parecerían justificar
holgadamente, una inmensa quejumbre de bandoneón. Sin embargo, así como el
bandoneón puede realizar alta música sin
resabios de triste lamento, quizás ha llegado el tiempo de desechar las
partituras cargadas de dogmatismo ideológico, que han estropeado nuestro
presente. Parece necesario revalorizar el esfuerzo personal, el conocimiento,
el talento, la virtud, la auténtica solidaridad, trabajar en mejores
partituras, para que el país comience a recuperar su sitial, en concierto de
las mejores naciones.
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