Hay que explicar esta vergüenza. Uno
de los principales objetivos de los países del ALBA es dejar a los
latinoamericanos sin protección internacional para poder machacarlos
impunemente. Acabamos de ver ese penoso espectáculo en la 42 reunión de la OEA
celebrada en Cochabamba.
En efecto: Rafael Correa, Hugo
Chávez –representado por su canciller–, Evo Morales y Daniel Ortega, desean
confiscar medios de comunicación, encarcelar opositores pacíficos, acosar periodistas,
perseguir jueces y parlamentarios, robarse elecciones o apoderarse de bienes
ajenos, sin que las víctimas tengan la posibilidad de acudir a la Corte
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. (Ni siquiera menciono a Raúl
Castro porque el gobierno cubano fue expulsado de ese organismo hace medio
siglo).
Mientras en el mundo civilizado las
naciones van forjando un derecho internacional que ampara a los individuos
frente a las arbitrariedades y los atropellos de los Estados, el llamado
Socialismo del Siglo XXI marcha a contramano, ignorando que, en el pasado, esa
institución les sirvió a las víctimas de las dictaduras militares de derecha
para encontrar, al menos, cierta solidaridad moral.
En 1969, la mayor parte de los
países pertenecientes a la OEA firmaron en Costa Rica un documento conocido
como la Convención Interamericana de Derechos Humanos. Ese acuerdo definía y
establecía los Derechos que debían protegerse, y creaba dos instituciones
autónomas para ese fin: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con
sede en Washington, cuya función era promover el respeto al espíritu del
tratado y denunciar públicamente las violaciones, y la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, situada en San José, dedicada a juzgar los pleitos que
conseguían llegar a ese tribunal. De acuerdo con la Convención, las naciones
signatarias se obligaban a acatar de inmediato las sentencias de la Corte.
De los 34 países que integran la
OEA, 25 de ellos, voluntariamente, suscribieron la Convención. Nueve se
abstuvieron de hacerlo –entre ellos Estados Unidos y Canadá—, mientras uno,
Trinidad y Tobago, tras firmar, tiempo después decidió renunciar a formar parte
del grupo, pero aceptando las reglas y los plazos que exige el pacto para
tramitar la desafiliación. Todos los países iberoamericanos, menos Cuba, son
signatarios, incluidos los miembros del ALBA que ahora pretenden denunciarlo.
Naturalmente, los gobiernos del
ALBA, como en su momento hizo Trinidad y Tobago, pueden legalmente abandonar la
Convención, pero eso no los libera de los pleitos o las denuncias interpuestos
mientras formaban parte del tratado. Lo que quiere decir que abusos como el
cierre de Radio Caracas Televisión, el acoso judicial al periodista ecuatoriano
Emilio Palacio y al diario El Universo de Guayaquil, o el robo de las
elecciones municipales en Nicaragua en 2008 no caducan por el simple hecho de
que esos gobiernos denuncien ahora los acuerdos.
De ahí la intención de Correa,
Chávez, Morales y Ortega de tratar de destruir esas instituciones de derecho,
quizás las que mejor funcionan dentro de la OEA, para no hacerles frente a las
obligaciones internacionales contraídas por sus países.
Siempre es útil recordar que lo
primero que legitima a un gobierno ante los ojos de los ciudadanos, no son las
elecciones, sino la justicia y el imperio de la ley. En la Edad Media, la
legitimidad de los reyes dependía de la “jurisdicción”, o sea, del ámbito en
que “decían la ley” y de la manera como administraban la justicia. Los reyes
castellanos podían no tener sede, pero llevaban los códigos legales en las
carretas. Eso los legitimaba. Por eso y para eso reinaban.
Sería una lástima si estos
gobernantes autoritarios lograran sus propósitos. Si de algo carecen los
latinoamericanos, en general, es de justicia. Son contados los países en los
que los individuos pueden tener un juicio justo. En muchas naciones, los jueces
tienen precio y los poderosos ganan siempre. Los presidentes dictan las
sentencias. La ley no existe. En ese sentido, la Corte Interamericana, con
todas sus imperfecciones, era siempre una esperanza. Sería una vergüenza que
desapareciera.
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