La política verdadera distingue entre el bien y el mal




Acabo de leer el libro más reciente del sociólogo francés Alain Touraine, Carnets de campagne (Cuadernos de campaña), publicado por Editions Robert Laffont, en marzo de 2012, sobre la campaña de François Hollande, el candidato del Partido Socialista en las elecciones presidenciales de Francia.
Sin entrar en el mérito de las apuestas políticas del autor, es admirable la persistencia con la que Touraine viene estudiando las amarguras de la sociedad contemporánea como resultado de la crisis de la ''sociedad postindustrial''. El refuta los análisis basados en una sociología de los sistemas y no, como le parece más apropiado, en una sociología de los ''sujetos históricos'' y de los movimientos sociales.
El libro va directo al grano: no es posible concebir la política sólo como una lucha entre partidos, con programas e intereses opuestos, marcados por conflictos directos entre las clases. La globalización y el predominio del capital financiero-especulativo terminaron por convertir el enfrentamiento en una pugna entre el mundo del lucro (como lo designa genéricamente, con el riesgo de condenar toda forma de capitalismo) y el mundo de la defensa de los derechos humanos y de un nuevo individualismo con responsabilidad social. Touraine ya había tratado esos temas en 2010 en su libro Después de la crisis (Après la crise), a su vez fundamentado en otra publicación, Penser autrement, de 2007.
La idea central está resumida en la parte final de Después de la crisis: o nos abandonamos en manos de la crisis, esperando la catástrofe final, o creamos un nuevo tipo de vida económica y social.
Para ello es necesario revivir la invocación a los derechos universales de la persona humana a la existencia, a la libertad, a la pertenencia social y cultural -pero también a la diversidad de identidades- que están siendo amenazados por el inhumano mundo del lucro.
Es necesario contraponer los temas morales al predominio de lo económico. Hay una exigencia creciente de respeto por parte de los ciudadanos. Estos respaldan los valores no como consecuencia automática de ser patrones, empleados, ricos, pobres, miembros de tal o cual organización, sino por motivos morales y culturales.
Con esta perspectiva, Touraine responde categóricamente que no es con los partidos como la política recuperará su legitimidad. Las instituciones están petrificadas. Sólo los movimientos sociales y de opinión, impulsados por un nuevo humanismo expresado en liderazgos respetados puede despertar la confianza perdida. Sólo así habrá una fuerza capaz de oponerse a los intereses institucionales del capitalismo financiero especulador que convirtió al lucro en motor de la vida cotidiana. De ahí la importancia de los nuevos actores, de los nuevos ''sujetos sociales'', portadores de una visión del futuro que rechaza el statu quo.
A partir de ahí, Touraine, sociólogo experimentado, no propone una prédica ''moralista'' sino nuevos rumbos para la sociedad.
Estos nuevos rumbos, en el caso de Francia, no pueden consistir en el regreso a la ''social democracia'', o sea, a lo que representó en la sociedad industrial el acceso de los trabajadores a los bienes públicos; ni mucho menos en el neoliberalismo generador del consumismo que mantiene girando el carrusel del lucro. Se trata de hacer que el mundo de los intereses ceda su lugar al mundo de los derechos y a la lucha contra las autoridades que se los niegan a la población.
Es preciso liberar el pensamiento político del mero análisis económico. Abundan los ejemplos de insatisfacción, no sólo en Francia, pues podemos ver a los ''indignados'' españoles, a los rebeldes de la Plaza de Tiananmen de Pekín y a los promotores de la primavera árabe. Falta darles objetivos políticos que, agregaría yo, creen una nueva institucionalidad, pero abierta al individualismo responsable y a la acción social directa que caracterizan la edad contemporánea.
¿Por qué escribo esto aquí y ahora? Porque ''mutatis mutandis'', en Brasil también se sienten los efectos de esa crisis. No tanto en sus aspectos económicos, sino porque, habiendo relativa independencia entre las esferas económicas y políticas, la temática referida por Touraine está presente entre nosotros.
Si me parece un error reducir el sentimiento de la calle a una crisis de indignación moral, es también errado no percibir que la crisis institucional está golpeando a nuestra puerta y que las respuestas no pueden ser "economicistas".
La insatisfacción social es difusa; la corrupción está difundida en las filas del Sistema Unico de Salud y su desdén hacia las personas, en el congestionamiento de tránsito, en el abarrotamiento y el deslizamiento de los cerros, en la violencia del mundo de las drogas y la morosidad de la justicia. En fin, un rosario de malestares cotidianos que no son consecuencia de la carencia monetaria directa (aunque también hay exageraciones en cuanto al bienestar material de la población), pero que sí constituyen la base para la manifestación de las insatisfacciones.
Por otro lado, cada vez que una institución, que a ojos del pueblo está carcomida, reacciona y habla en defensa de las personas y de sus derechos, el alivio es grande. El Supremo Tribunal Federal, en una serie de decisiones recientes, es un buen ejemplo de eso.
En un momento en que Brasil parece mirar en el espejo retrovisor de la corrupción, los abusos y la lenidad de las autoridades con lo mal hecho, se corre el riesgo de creer que todo da lo mismo: los partidos, las instituciones, los dirigentes políticos, todo estaría comprometido.
Por lo tanto, es hora de que surja un discurso que, sin ver por el retrovisor y sin caer en dimes y diretes con "el otro lado", incluso porque esos lados están confundidos, tenga una base moral para movilizar a la población. Quién sabe si, como en Francia, la palabra clave sea otra vez la igualdad. En la medida en que, por ejemplo, se ve que la Tesorería engorda las arcas de las grandes empresas a costa del contribuyente a través del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, una palabra para más igualdad, incluso tributaria, podría movilizar. Para eso, es necesario politizar lo que aparece como constatación tecnocrática y denunciar los abusos utilizando el lenguaje del pueblo.
Está de moda hablar de las ''nuevas clases medias'', muchas veces con exageración. Si hasta ahora ellas van en el tumulto del ascenso social, mañana exigirán mejores servicios públicos y podrán ser más críticas de las políticas populistas, pues son fruto de una sociedad que es ''de la información'', que está conectada.
Cada vez más, cada quien tendrá que decir si está o no de acuerdo con la agenda que se le propone. Las capas emergentes no son prisioneras de un estatus social que regule su comportamiento. A los líderes les toca politizar el discurso, en el mejor sentido de la palabra, y con él tocar el alma de los recién llegados a la participación social, no para que se afilien a un partido (como en el pasado) sino para que ''tomen partido'' contra tanto horror ante los cielos.
Eso sólo ocurrirá si los dirigentes son capaces de proponer una agenda nueva, con resonancia nacional, basada en creencias y esperanzas. Sin la distinción entre el bien y el mal, no hay política verdadera.
Este es el desafío para el que quiera renovar.



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