MADRID.- Cuando termino de dar una
conferencia me ocurre a veces ser asaltado por personas que me entregan
papelitos, cartas, regalos, libros que se me van desparramando y voy perdiendo
por el camino hasta el automóvil salvador. Pero esta vez, no sé por qué, retuve
uno de los libros que me alcanzaron, y, ya en el hotel, comencé a hojearlo
mientras me venía el sueño.
Cinco horas después, cuando ya
asomaba por la ventana el amanecer, terminé de leerlo. Estaba descompuesto,
triste, desalentado y con la cabeza revuelta con recuerdos de un texto de
Rimbaud que había sido uno de mis libritos de cabecera en mi juventud, uno de
los primeros que pude leer en francés: Une saison en enfer .
El libro que me tuvo en vilo y
desvelado toda una noche se titula Diario de vida y muerte y es, en efecto, un
diario que llevó, a lo largo de tres años y medio -1988-1991-, Carlos Flores
Lizana, entonces un joven jesuita. Había hecho su noviciado en México y fue
destinado a Ayacucho cuando este departamento de los Andes peruanos vivía el
infierno, devastado por la guerra que libraban el terrorismo de Sendero
Luminoso y las fuerzas militares y policiales contrasubversivas.
El horror de esa experiencia está
documentado con lujo de detalles en los doce volúmenes de testimonios recogidos
por la Comisión de la Verdad, que presidió el filósofo Salomón Lerner. Pero
todo informe, por más riguroso que sea, mantiene siempre un distanciamiento
verbal y conceptual con aquello que refiere, y algo o mucho de lo vivido se
eclipsa en su esfuerzo de reconstrucción histórica de los hechos.
El diario de Flores Lizana nos
sumerge de lleno, y sin escapatoria, en una violencia enloquecida, vertiginosa,
indescriptible, que él fue descubriendo y viviendo cada día y cada noche en esa
temporada de casi cuatro años que pasó en el infierno ayacuchano.
El joven jesuita llegó allí sin
sospechar lo que lo esperaba. Venía lleno de ilusiones y de empeño a realizar
una tarea que él creía sería pastoral y espiritual, y de pronto se vio rodeado
por doquier de un salvajismo homicida que llenaba las calles de Ayacucho, de
Huanta, y hasta de las más diminutas aldeas, de cadáveres, de torturados, de
fantasmas de desaparecidos, y de familias enteras paralizadas por el espanto, la
miseria y la impotencia.
El diario lo escribía en las noches,
al correr de la pluma, sin pretensión literaria alguna, volcando los menudos o
grandes incidentes de la jornada, y sus propias vacilaciones y angustias, y, a
veces, transcribiendo cosas que oía o que le decían, como aquella frase de esa
campesina que, le aseguró, el miedo que se padecía en su pago era tan grande
que "hasta los perros se esconden y los pajaritos huyen. ¿Será esto el fin
del mundo?"
Si alguna vez llega, ese fin del
mundo no podrá ser peor que el indecible calvario vivido por el pueblo de
Ayacucho en esos años finales de los años 80 y comienzos de los 90 que el
diario de Flores Lizana hace revivir al lector contagiándole unos recuerdos
impregnados de estupor, compasión y locura. Terroristas y fuerzas del orden
parecen empeñados en demostrar que no hay límites para el sadismo, que siempre
se puede superar al adversario en ferocidad a la hora de ejercer la crueldad.
Comandos de aniquilamiento senderistas ocupan un pueblo y castigan a los
"ricos" (el boticario y el almacenero, por ejemplo) obligando a la
población a lapidarlos hasta la muerte. A la esposa y a los dos hijos
pequeñitos de un "soplón" los exterminan también a pedradas. La jefa
del comando asesino es una estudiante de 17 años. Policías y soldados violan
sistemáticamente a las mujeres de las casas que registran -niñas impúberes,
mujeres adultas, ancianas- y saquean tiendas, chacras y despensas. Cadáveres
decapitados, miembros mutilados aparecen a diario en los basurales. Los alaridos
de los torturados estremecen no sólo las noches, también las mañanas y las
tardes de Ayacucho.
La ciudad vive recorrida por
rumores, amenazas y profecías apocalípticas y en el pánico cerval que es el
aire que todos respiran la credulidad de la gente se traga los embustes y
disparates más extravagantes. La razón desaparece, sepultada por una
irracionalidad primitiva. Porque, aquí, la anormalidad es lo normal, la vida
cotidiana. El diario transmite monótonamente la angustia de los padres al ver
partir a sus hijos a la escuela o a la universidad, pues no saben si volverán a
verlos, ya que podrían ser secuestrados, tal vez por los "terrucos",
tal vez por los propios soldados, y nunca más volverán a saber de ellos. Los
niños y jóvenes desaparecen no por decenas sino por centenares y hasta
millares.
Las páginas más desgarradoras de
este libro son las gestiones -heroicas pero inútiles- del puñadito de
sacerdotes y de monjas que, con Flores Lizana, se atreven a ir a las comisarías
o al cuartel "Los Cabitos" y al de Huanta, acompañando a las familias
a averiguar el paradero de sus desaparecidos, sólo para enfrentarse a la
prepotencia, a la matonería y a las amenazas de la autoridad.
Una tarde, le vienen a decir que su
nombre figura en una lista de personas que las fuerzas paramilitares van a
eliminar esa misma noche por sospechosas de ayudar a la subversión. En esa
interminable noche, a la luz de una vela, Flores Lizana pasa revista a su vida,
reconoce que lo que ve y padece le ha llegado a producir "una crisis de la
fe en la Iglesia Católica" y se pregunta, desgarrado, "¿por qué los
obispos se portaron como lo hicieron y por qué no defendieron la vida como lo
esperaban las víctimas y muchos de los agentes pastorales de su tiempo?"
La respuesta es muy simple: porque la primera prioridad de esos jerarcas
eclesiásticos era acabar con la Teología de la Liberación, aunque ello
significara mirar al otro lado "cuando se cometían estos crímenes sin
nombre contra los campesinos y los detenidos desaparecidos".
En los diarios de Flores Lizana no
hay ni el más mínimo indicio de simpatía por la demencia ideológica y los
espantosos crímenes que cometía Sendero Luminoso. Todo lo contrario: su
testimonio abunda en acusaciones constantes a las atrocidades de los
senderistas. Pero su indignación y su protesta son idénticas contra quienes, en
su lucha contra el terrorismo, perpetraron también matanzas y torturas
escalofriantes.
Su libro me ha conmovido mucho por
su dolida humanidad, porque demuestra que, en contra de lo que le dice todo lo
que ve a su rededor, es posible ser generoso, comprensivo, solidario y decente
en medio de ese desplome sanguinario de todos los valores y sentimientos,
cuando el instinto de muerte y destrucción se habían adueñado de la sierra
peruana.
Su testimonio resucitó en mi memoria
aquel breve pero terrible texto, Une saison en enfer , que escribió Rimbaud en
1873, después de recibir el balazo de Verlaine, imaginando, en prosas y versos
alucinatorios, un mundo bestializado y pesadillesco, conquistado por el mal, un
mundo de delirio y crueldades vertiginosas, de deseos despavoridos en libertad
y de imágenes incandescentes. Fue el último texto que escribió este joven de
belleza luciferina de apenas 19 años. El infierno que imaginó en su hermoso
testamento era sólo literario y anunciaba el surrealismo y sus tumultos. El
infierno de verdad iría a vivirlo después, en sus vagabundeos miserables de
varios años por Adén y Abisinia traficando con metales, armas y acaso esclavos,
asqueado de la literatura. A diferencia de Flores Lizana, Rimbaud no dejó
testimonio alguno de esa aventura infernal. Pero es seguro que no pudo ser
nunca peor que la que vivió en Ayacucho este humilde religioso que pasó por el
infierno y sobrevivió para contarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario