Necedad infinita.



Se puede entender que ciertos sectores apoyen, en general, a las políticas del oficialismo, a las decisiones de cualquier gobierno. Lo difícil de comprender es la irracional actitud de algunos al firmar “cheques en blanco”, al validar toda medida dispuesta por un gobierno.
Y vale la pena insistir en esto de que resulta esperable que un grupo de ciudadanos apoye ciertas determinaciones oficiales. Pero una cuota de disparatado razonamiento hace que algunos decidan defender todo, sin distinciones, sin permitirse siquiera la posibilidad de analizar si la mirada aplicada es la adecuada.
No se dice nada nuevo, si se recuerda que el ser humano es imperfecto. Acierta y se equivoca. Es parte de su naturaleza. Suponer que algún iluminado jamás comete errores, es desconocer la especie humana.
Pese a ello, algunos insisten en esta visión, y pretenden asumir la deidad de ciertos personajes de la política. Habrá que recordarles que por mucho que se esfuercen en proteger a sus líderes, son solo personas, individuos comunes, con virtudes y defectos, y lejos están de la perfección, de la excelencia o la superioridad.
Lo patético es que muchos de los que asumen este tipo de posturas incomprensibles son personas con formación académica, con títulos universitarios y cierto ejercicio intelectual, metódico, sistemático, con gimnasia en esto de racionalizar ideas antes de tomar posición.
Sin embargo, predomina la sensación que la política ciega, que les nubla la vista, impidiendo dar el paso lógico, esperable. Ese que invita a la duda, a la reflexión, a la búsqueda de la verdad, con la curiosidad científica tan propia de muchos.
Seguir a ciertos líderes políticos de modo irrestricto, sin ningún tipo de reparos, no resulta inteligente. Muy por el contrario, es una acabada muestra de la incapacidad para tener criterio propio, una visión singular del mundo. Pretender coincidir en TODO con el mandamás de turno y hacer la vista gorda frente a sus errores, no es sano, ni siquiera para el gobernante.
Y cuando esos errores implican cuestiones más profundas como discrecionalidad, arbitrariedad y hasta hechos delictivos, como la corrupción, que conllevan prácticas políticas condenables a todas luces, mucho menos comprensible es la actitud ciudadana.
Una nómina de supuestos aciertos, no nos pueden impedir ver todo lo que está mal hecho, lo que es inaceptable, lo perverso e inmoral del accionar de cualquier gobernante de turno.
Resulta difícil entender que extraño mecanismo hace que ciertos ciudadanos honestos, gente de bien, claudique ante sus propios valores, solo por acordar con alguna parte de la circunstancial acción política gubernamental.
No es sensato convertirse en cómplice de los corruptos, cuando uno en su vida personal no acepta esa matriz de conducta. No existe necesidad de avalar lo inadmisible para apoyar ciertas ideas.
Ni cuando se trata de los afectos uno pierde esa ecuanimidad. Con los seres más queridos se siente la obligación de apoyarlos en sus aciertos, pero no por ello se deja de señalar sus defectos, sus errores y se los ayuda a recuperar el rumbo adecuado, mostrándole el camino.
Tal vez el deporte sea uno de los tantos ámbitos en los que los seres humanos exacerbamos nuestra pasión, prescindiendo por instantes de la racionalidad, para defender los colores de la camiseta elegida con desenfrenado fervor.
Pero ni en ese terreno, ni en el deportivo siquiera, se verifica tanta ceguera como en la política partidaria. Hasta el más entusiasta fanático de un club, se admite a si mismo pedir que un miembro de su equipo sea reemplazado, por su inhabilidad, escaso esfuerzo, o simplemente por su mal momento. Es el mismo exaltado simpatizante el que pese al eventual triunfo de su escuadra, no deja de ver los errores y reclama mejoras en lo estratégico, en lo táctico y hasta en la conducción de su conjunto.
Quienes prefieren seguir apostando al apoyo incondicional, se equivocan porque no ayudan a su líder, ni a sus ideas. Su silencio cómplice, contribuye a alimentar prácticas incorrectas, respaldando a funcionarios que delinquen, y asumiendo posturas muy ligeras frente a hechos de gravedad.
Si quieren sostener cierta visión ideológica, adelante. Pero cuidado con cometer el pecado de avalar lo que sea. Ese camino, nos condujo en el pasado a hechos trágicos, de los que luego resulta difícil regresar.
No preocupa que ciertas ideas avancen, después de todo es parte del juego democrático, y de la competencia política, que debería ayudar a mejorar la clase dirigente y sus propuestas. Lo que inquieta es esta actitud cada vez más frecuente de encerrarse, no pensar, refutar con argumentos endebles, cambiantes, que se acomodan según el tema y que se contradicen de modo recurrente. En definitiva, lo que alarma es la necedad infinita.

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