Hoy
la amoralidad corre por cuenta de los latinoamericanos. Quienes antes,
justamente, criticaban a Estados Unidos por abrazarse con los dictadores
durante la época de la
Guerra Fría , y por negar fuera del país los principios y
valores que sostenían dentro de él, hoy están haciendo exactamente eso mismo.
Esto
es lo que se observa en gobernantes como el ecuatoriano Rafael Correa, Hugo
Chávez, Daniel Ortega y Evo Morales cuando respaldan la satrapía criminal siria
de Bachar al Asad, condenada por la
ONU , e ignorada por el Brasil de Dilma Rousseff, como poco
antes echaron pie en tierra por la de Khadafi.
Esta
actitud, o una variante de ella, es la que asombrosamente prevalece en las
propuestas del colombiano Juan Manuel Santos, más preocupado en restaurar las
buenas relaciones entre la dictadura de los Castro y Estados Unidos, que en
condenar los excesos de esa tiranía y ayudar a sus víctimas.
Ese
es el espíritu que recorre la
CELAC , la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, creada
recientemente no sólo para excluir de ella a Canadá y Estados Unidos, sino para
no tener que sujetarse al rigor de un compromiso democrático que obligue a sus
miembros a defender la libertad y condenar las violaciones de los derechos
humanos.
Esa
es la triste atmósfera que se respira en Cartagena en estos días en que se
reúne la VI Cumbre
de las Américas, pese a que en la de Quebec, celebrada en el 2001, se fijó un
marco moral y político que tomaba en cuenta los valores democráticos, hoy
lamentablemente ignorados por muchos gobernantes latinoamericanos.
Durante
más de cuarenta años los políticos norteamericanos eligieron la seguridad
nacional por encima de las consideraciones morales. Era la lógica de la Guerra Fría. Casi
cualquier cosa resultaba mejor que un triunfo de los comunistas o de algún
gobernante que les abriera la puerta.
Los
espadones, si se comportaban como genuinos anticomunistas, eran respaldados por
Washington aunque violaran sistemáticamente los derechos humanos y civiles de
sus compatriotas. "El enemigo de mi enemigo es mi amigo, aunque sea un
sinvergüenza," es un vil proverbio que se encuentra en todas las lenguas.
La
izquierda y muchos demócratas consecuentes bramaban contra esa disonancia
norteamericana. La más vieja y próspera democracia moderna del planeta, paladín
de la libertad, debía ser congruente con sus ideales. Era un acto de cinismo
defender esos valores en Estados Unidos y abrazarse con dictadores desalmados
en el resto del mundo. Los políticos norteamericanos lo sabían y se excusaban
alegando que se trataba de un mal menor. Ni siquiera estaban ante un dilema
nuevo: durante la
Segunda Guerra habían sido aliados de Stalin para combatir a
Hitler.
Pero
en 1991 terminó la Guerra
Fría. Ya se podía escoger a los amigos escrupulosamente. El
rigor moral había dejado de ser peligroso. Mientras tanto, en América Latina
ocurrió un fenómeno paralelo a la disolución del bloque comunista. Entre 1983,
cuando terminó la dictadura militar argentina, y 1990, cuando le tocó el turno
a la chilena, todos los gobiernos latinoamericanos, menos Cuba, fueron el
resultado de las urnas.
A
partir de ese punto, los organismos que surgieron incorporaron una cláusula
democrática: sólo podían pertenecer las democracias plurales en las que se
respetaban los derechos humanos y civiles de los pueblos. Eso es lo que se lee
en los documentos fundacionales del Grupo de Río, y de Mercosur.
Finalmente,
el 11 de septiembre del 2001, mientras ardían las Torres Gemelas en Nueva York,
todos los miembros de la OEA
firmaban en Lima la
Carta Democrática. Era la apoteosis de la coherencia ética. Nunca
más se recurriría al cínico doble estándar de defender la democracia en casa y
abrazarse a las dictaduras fuera de ella.
Mentira.
Hoy, sin ningún pudor, casi todos los países latinoamericanos han dejado de
defender la libertad y los atributos de la democracia liberal. El chavismo hace
y deshace en Venezuela y a nadie le importa. Correa o Evo Morales conculcan los
derechos fundamentales en Ecuador y Bolivia y ningún gobernante latinoamericano
los censura. La dinastía militar cubana reprime ferozmente y los países
"hermanos" miran a otra parte. Daniel Ortega se roba las elecciones
parciales en Nicaragua y corrompe y adultera las generales, y no hay una voz
que lo condene.
América
Latina es hoy el reino de la amoralidad política. Todo vale.
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