MADRID.- La expropiación del 51% del capital de YPF
, propiedad del grupo Repsol, decidida por el gobierno de la señora Cristina
Fernández de Kirchner, no va a devolver a la Argentina "la
soberanía energética", como alega la mandataria. Va, simplemente, a
distraer por un corto período a la opinión pública de los graves problemas
sociales y económicos que la afectan con una pasajera borrachera de
patrioterismo nacionalista, hasta que, una vez que llegue la hora de la resaca,
descubra que aquella medida ha traído al país muchos más perjuicios que
beneficios y ha agravado la crisis provocada por una política populista y
demagógica que va acercándolo al abismo.
Las semejanzas de lo ocurrido a Repsol en Buenos
Aires con los métodos de que se ha valido el comandante Hugo Chávez en
Venezuela para nacionalizar empresas agrícolas e industriales son tan grandes
que parecen obedecer a un mismo modelo. Primero, someterlas a un hostigamiento
sistemático que les impida operar con normalidad y las vaya empobreciendo y
arruinando y, luego, cuando las tenga ya con la soga al cuello, "quedarse
con ellas a precio de saldo", como ha explicado Antonio Brufau , el presidente
de Repsol, en la conferencia de prensa en la que valoró en unos ocho mil
millones de euros el precio de los activos de la empresa víctima del expolio.
Durante algunos años, la opinión pública venezolana se dejó engañar con estas
"recuperaciones patrióticas" y "golpes al capitalismo"
mediante los cuales se iba construyendo el socialismo del siglo XXI, hasta que
vino el amargo despertar y descubrió las consecuencias de esos desafueros: un
empobrecimiento generalizado, una caída brutal de los niveles de vida, la más
alta inflación del continente, una corrupción vertiginosa y una violencia que
ha convertido a Caracas en la ciudad con el más alto índice de criminalidad de
todo el planeta.
Desde hace algún tiempo el gobierno argentino
multiplica estas operaciones de distracción para compensar mediante gestos y
desplantes demagógicos la grave crisis social que ha provocado él mismo con su
política insensata de subsidios al consumo, de intervencionismo en la vida
económica, su conflicto irresuelto con los agricultores y la inseguridad que
han generado su falta de transparencia y constantes retoques y mudanzas de las
reglas de juego en su política de precios y de reglas para la inversión. No es
sorprendente que la inflación crezca, que la fuga de capitales, hacia Brasil y
Uruguay principalmente, aumente cada día y que la imagen internacional del país
se haya venido deteriorando de manera sistemática.
Primero fue la guerra contra los diarios más
prestigiosos del país, LA
NACION y Clarín, con acusaciones y amenazas que parecían
preceder su secuestro y clausura -espada de Damocles que aún pende sobre ellos,
pese a lo cual ambos órganos han mantenido valerosamente su independencia- y,
luego, más recientemente, la resurrección del tema de las Malvinas. En la reciente
cumbre de Cartagena la presidenta Fernández de Kirchner experimentó una seria
decepción al no obtener de sus colegas latinoamericanos el aval beligerante que
esperaba, pues éstos se limitaron a ofrecerle un apoyo más retórico que
práctico, temerosos de verse arrastrados a un conflicto de muy serias
consecuencias económicas en un continente donde las inversiones británicas y
europeas son cuantiosas. Inmediatamente luego de ese fracaso ha venido la
expropiación de Repsol, el nuevo enemigo que la jefa del Estado argentino lanza
a las masas peronistas como ominoso responsable de los males que padece el país
(en este caso, el desabastecimiento energético). Mínimas victorias en una
guerra perdida sin remedio.
En verdad, los males que padece ese gran país que
fue la Argentina
-el más próspero y el más culto del continente desde fines del siglo XIX hasta
mediados del XX- no se deben a la prensa libre y crítica ni al colonialismo
británico ni a las empresas extranjeras que trajeron sus capitales y su
tecnología al país creyendo ingenuamente que éste respetaría la legalidad y
cumpliría con los contratos que firmaba su gobierno, sino al peronismo, que,
con su confusa ideología donde se mezclan las más contradictorias aportaciones,
el nacionalismo, el marxismo, el fascismo, el populismo, el caudillismo, y
prácticamente todos los ismos que han hecho de América latina el continente
pobre y atrasado que es. Hay un misterio, para mí indescifrable, en la lealtad
de una porción considerable del pueblo argentino hacia una fuerza política que,
a lo largo de todas las veces que ha ocupado el poder, ha ido empobreciendo al
país, malgastando sus enormes riquezas con políticas demagógicas, azuzando sus
divisiones y enconos, destruyendo los altísimos logros que había alcanzado en los
campos de la educación y la cultura, y retrocediéndolo a unos niveles de
subdesarrollo que había dejado atrás antes que ningún otro país
latinoamericano. No se necesita tener dotes de profeta para saber que la
expropiación de Repsol va a acelerar esta lamentable decadencia.
Lo peor de todo es que el daño que esta
injustificada medida significa no afecta sólo a la Argentina , sino a
América latina en general, sembrando la desconfianza de los inversores sobre
una región del mundo que, desde hace algunos años, ha emprendido en general,
con pocas excepciones, el camino de la sensatez política, optando por la
democracia, y del realismo económico, abriendo sus economías, integrándose a
los mercados del mundo, estimulando la inversión extranjera y respetando sus compromisos
internacionales. Y con resultados magníficos como los que pueden exhibir en los
últimos años países como Brasil, Uruguay, Chile, Colombia, Perú, buena parte de
América Central y México, en creación de empleo, disminución de la pobreza,
desarrollo de las clases medias y consolidación institucional. En vez de seguir
este modelo exitoso, la señora Fernández de Kirchner ha preferido enrolarse en
el catastrófico paradigma del comandante Hugo Chávez y sus discípulos
(Nicaragua, Bolivia y Ecuador).
Por fortuna, no toda la Argentina vive hechizada
por los cantos de sirena populistas del peronismo. Dentro del propio partido de
gobierno hay sectores, por desgracia minoritarios, conscientes del giro
antimoderno y antihistórico que ha venido adoptando el gobierno de la señora
Fernández de Kirchner y de las consecuencias trágicas que tendrá ello a la
corta o a la larga para el conjunto de la sociedad. En la dividida oposición ha
habido en estos días, por fortuna, algunas voces lúcidas para oponerse a la
euforia nacionalista con que fue recibida la noticia de la expropiación de
Repsol, como la del alcalde de Buenos Aires, Mauricio Macri, quien declaró:
"La expropiación nos endeuda y nos aleja del mundo. En un año estaremos
peor que hoy".
Es un augurio muy exacto. Los problemas energéticos
de la Argentina
no son la falta de recursos, sino de tecnología y, sobre todo, de capitales.
Como el país carece de ellos, debe traerlos de afuera. Y, con este precedente,
no será fácil convencer a las empresas grandes y eficientes de que vuelquen sus
esfuerzos en un país que acaba de dar un ejemplo tan poco serio y responsable
frente a sus compromisos adquiridos. A la Argentina le van a llover las demandas de
reparación ante todas las cortes e instituciones de comercio internacional y
sus relaciones no sólo con España sino con la Unión Europea , el
Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, etcétera, se han vuelto ahora
conflictivas. Todo este riesgo ¿para qué? Para gozar por unos días de la grita
frenética de las bandas de piqueteros eufóricos y de las loas encendidas de una
prensa servil. ¿Valía la pena?
Dentro de la América latina de nuestros días, lo ocurrido con
Repsol tiene un curioso sabor anacrónico, de fuera de época, de reminiscencia
rancia de un mundo que ya desapareció. Porque la verdad es que, de México a
Brasil, aunque haya todavía enormes problemas que enfrentar -entre ellos, los
principales, los de la corrupción y el narcotráfico-, parecía ya superada la
época nefasta del nacionalismo económico, del desarrollo hacia adentro, del
dirigismo estatal de la economía que tanta violencia y miseria nos deparó.
Parece mentira que tan horrendo pasado resucite una vez más y nada menos que en
el país de un Sarmiento, un Alberdi y un Borges, que fueron, cada uno en su
tiempo y en su campo, los adalides de la modernidad.
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