El mismo Presidente del BID ha dicho que los
subsidios y las ayudas sociales a las personas y hogares de menores recursos no
pueden ser eternos. Esta afirmación es particularmente relevante por tratarse
de uno de los organismos internacionales que han desarrollado el mayor número
de programas de apoyo a los sectores sociales marginados en nuestro continente.
La afirmación posee, además, una gran actualidad,
en la medida que, como parte del proceso de giro a la izquierda en América
Latina, los diferentes gobiernos de la región han implementado sendos y
costosos programas sociales. Por otra parte, el acceso al gobierno de estas
alternativas políticas ha coincidido, además, con una época de fuerte expansión
y bonanza de las economías latinoamericanas, lo que ha permitido, entonces,
destinar muy importantes recursos a dichos programas.
Nuestro país no ha sido la excepción. Desde la
salida de la crisis de 2002 y a partir de 2005, se han implementado diversos
planes sociales que han supuesto la aplicación de importantes y crecientes
recursos públicos. Primero el Plan de Emergencia, luego el Plan de Equidad con
la potenciación del sistema de Asignaciones Familiares; está en proceso de
diseño el Sistema Nacional de Cuidados; se han desarrollado programas
específicos para adolescentes con dificultades para permanecer en el sistema
educativo; programas dirigidos a los que no estudian ni trabajan; planes de
acción para la gente en situación de calle. Es decir que se ha configurado una
batería muy amplia y numerosa de acciones y programas que buscan revertir las
situaciones de pobreza, indigencia y marginalidad.
Transcurridos siete años desde la instalación de
estas iniciativas, la pobreza se ha reducido hasta alcanzar, de acuerdo a las
últimas mediciones, el 14% de la población. Por primera vez se llega a una
cifra inferior a las alcanzadas a mediados de los noventa, cuando los niveles
de crecimiento del PBI eran sustancialmente menores. Por una obvia razón de
impactos en los niveles de ingresos, la reducción de la pobreza es más el
resultado de las políticas económicas y de empleo que consecuencia directa de
los programas sociales.
En tal sentido, cabe preguntarse por qué la pobreza
entre 1985 y 1995 se redujo del 40% al 15%, mientras que entre 2004 y 2011 se
redujo del 33% al 14%, habiendo crecido el PBI sustancialmente más en este
último período que en el anterior. Pero en todo caso, más rápido o más
despacio, la tendencia es muy positiva y favorable.
Por su parte, la indigencia se ha situado en su
mínimo valor histórico, ubicándose por debajo del 1%. En este caso,
indudablemente la estadística está directamente vinculada a las transferencias
monetarias de las políticas sociales, en tanto su entidad permite que la
percepción del beneficio o subsidio ponga a los hogares y personas
beneficiarias con niveles de ingresos por encima de la línea de indigencia, que
se define como el equivalente a una Canasta Básica de Alimentos.
El problema es que cuando uno analiza con mayor
profundidad la realidad social, se encuentra con que los avances en la
recuperación del "tejido social", de la integración social son muy
pocos o definitivamente imperceptibles. Por otro lado, el diseño de buena parte
de los programas y políticas sociales puestos en práctica en nuestro país
carecen de exigencias o contrapartidas que permitan a los beneficiarios tomar
acciones por iniciativa propia para recuperar su sentido de responsabilidad.
Cuando el Presidente del BID señala que los planes
y programas sociales no deben ser permanentes, no está sosteniendo esta postura
para gastar menos o para castigar a los beneficiarios. Muy por el contrario,
está señalando que las "políticas sociales sanas", las
"políticas sociales valiosas" son las que poseen un impacto
integrador que hace que los beneficiarios, al cabo de un tiempo, no deban
seguir dependiendo de ellas.
La potencialidad de las políticas sociales está en
su capacidad de propiciar conductas nuevas en los beneficiarios para que estos
recuperen el control y el destino de sus propias vidas. Por eso es
imprescindible que en el diseño de estas acciones se tenga muy presente la
condicionalidad de los beneficios a ciertas conductas que permitirán retomar el
camino de la dignidad y de la autogestión.
Los que piensan que los destinatarios de las ayudas
o beneficios sociales no pueden prescindir de estos aportes porque de otro modo
no podrán salir adelante, en realidad poseen poca confianza en las
potencialidades de estas personas y familias. Por el contrario, hay que
incorporar el aporte positivo y constructivo de todos para salir adelante.
El otro día el Director del Liceo Jubilar nos
contaba que las familias de los alumnos de ese liceo (que no pagan nada por
asistir allí) sin embargo deben involucrarse en tareas propias para la mejora
del liceo, ya sea en comisiones de limpieza o en la organización de actividades
extracurriculares. Esta era también la lógica del proceso de construcción de
viviendas en MEVIR y en la primera época de la construcción de viviendas por
ayuda mutua.
Sin embargo, la sensación que hoy tenemos, cada vez
más firme, es que este componente está ausente en la mayor parte de los
programas que se ejecutan en nuestra región; y en tal sentido, nuestro país
tampoco es la excepción.
Si no ocurre un cambio conceptual en el diseño de
nuestras políticas sociales, me temo que la preocupación del Presidente del
BID, lejos de verse respondida positivamente, aumentará en los próximos
tiempos.
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