Designación de los jueces e independencia del Poder Judicial




Vuelve a ser tema de comentario público el procedimiento de designación de ministros de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) y el Tribunal de lo Contencioso Administrativo (TCA).
De acuerdo con los artículos 236 y 308 de la Constitución, unos y otros deben ser designados por la Asamblea General, por dos tercios de votos del total de sus componentes. De no producirse esa designación dentro de los noventa días siguientes a la generación de la vacante, quedará automáticamente designado en el cargo el ministro más antiguo de los tribunales de apelaciones.
La solución de principio, pues, es la designación expresa por decisión política de la Asamblea General. La regla supletoria recoge el criterio de la antigüedad.
En estos tiempos en los que el Frente Amplio tiene mayoría en la Asamblea General,  parece haber adquirido nuevo vigor y prestigio la idea de la designación política de los ministros de la SCJ y el TCA. Años atrás, cuando el Frente era minoría, esa misma idea era estigmatizada como sinónimo de espuria componenda política.Efectivamente, “todo cambia”.
A su vez el criterio de la antigüedad, ayer considerado escudo y garantía de la profesionalidad judicial, hoy es visto como el pasaporte de mediocres o incapaces para llegar a destinos que no merecen.
Un análisis más atento y referido específicamente a los cargos en la SCJ y el TCA no respalda empero, a  nuestro juicio, esas valoraciones que se han vuelto lugares comunes en la actualidad.
Lo primero a señalar es que la designación por la Asamblea General no está reglamentada, más allá del requisito de la mayoría especial (dos tercios, como se dijo). Tan amplia discrecionalidad no es buena; ante todo, porque libera a los partidos políticos de la carga de exponer ante la opinión pública, de manera precisa y clara, los fundamentos de sus preferencias por determinado candidato. En estas condiciones, los ciudadanos suspicaces tienen derecho a pensar que las designaciones se basan en motivaciones subjetivas, más que en razones de interés general. En segundo lugar: no hay un proceso público de selección en el que puedan intervenir instituciones que podrían hacer aportes útiles al mismo, como la Asociación de Magistrados, el Colegio de Abogados, las facultades de derecho o los simples ciudadanos que tengan algo que decir (de manera seria y responsable) . En tercer lugar, porque no hay oportunidad tampoco para que un candidato se defienda de los cuestionamientos que puedan oponérsele; si a alguien no se le permitirá culminar su carrera con el argumento, por ejemplo,  de que “es conflictivo” o “tiene mal carácter”, lo menos que puede hacerse es comunicarle que se le tacha en esos términos y darle la oportunidad de defenderse.
Es interesante señalar que, aunque la Constitución le da a la SCJ la facultad discrecional de designar a los ministros de los tribunales de apelaciones, previa venia del Senado, la misma Corte quiso limitar su propia discrecionalidad. Para ello estableció un proceso de selección de los mejores jueces de primera instancia, en el que intervienen las instituciones antes mencionadas y del que resulta la lista de los candidatos a ascender; solo entre los jueces de la lista, elige la Corte a los ministros de los tribunales. En alguna ocasión, hace ya unos cuantos años, la Corte se salió del marco que ella misma había trazado y pidió al Senado la venia para designar a un juez que no integraba dicha lista; pero el Senado no se la concedió, precisamente por esa razón.
Si es bueno que haya límites a la discrecionalidad de la Corte, lo mismo vale para la Asamblea General. El sistema republicano quiere que el poder público se ejerza según criterios generales, objetivos y prestablecidos, sea para designar ministros de los tribunales de apelaciones, de la Suprema Corte o del TCA. Pero en la actualidad esos criterios generales no existen, ni para la elección de los ministros de la Corte ni para los del TCA.
Por otra parte, lo dicho acerca de la selección de los candidatos a ocupar cargos en los tribunales de segunda instancia tiñe de otro color la cuestión de la antigüedad. La antigüedad de los ministros de los tribunales de apelaciones viene a ser la antigüedad de los mejores jueces, calificados como tales al cabo del proceso de selección antes descrito. Desde ya que ese proceso no es perfecto ni mucho menos, y que en la famosa lista puede “colarse” alguien que no merezca estar en ella. Pero en general, la conformación de la lista resulta de la aplicación de criterios racionales y objetivos por parte de una pluralidad de sujetos (un representante de la SCJ, otro de los tribunales de apelaciones, otro de la Asociación de Magistrados, otro del Colegio de Abogados y otro de la Universidad de la República).
A mi juicio, el mejor sistema dentro del marco constitucional vigente es  el de la designación directa por la Asamblea General, pero no con la discrecionalidad absoluta que hoy existe sino al cabo de un proceso, regulado por la ley, en el que se escuche a todos los interesados (y entre ellos, por supuesto, a los candidatos)  y se apliquen, hasta donde se pueda, criterios generales y objetivos.
Trabajaremos para llegar a un sistema así. Mientras tanto, lo menos malo me parece el criterio de la antigüedad, entendido como se explicó más arriba.
Si me obligan a elegir, prefiero jueces “que se sienten al costado del camino a calcular y esperar ser el más antiguo y con eso llegar”, antes que jueces que deambulen lastimosamente por los pasillos del Palacio Legislativo, buscando apoyos políticos que los catapulten al cargo anhelado.
La antigüedad puede hacer que llegue algún mediocre, es cierto.
Pero la discrecionalidad política, sin regulación alguna, es aun peor; crea la oportunidad para que lleguen los que están dispuestos a pedirle favores a la política y menoscaba por ello, evidentemente, la independencia del Poder Judicial.  

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