Julio María SANGUINETTI
Decía Fernando Henrique Cardoso hace
unos días, en una conferencia en Punta del Este, que estamos viviendo en
América latina una suerte de anestesia, que obtura la sensibilidad frente a los
fenómenos de corrupción o de ilegalidad.
Su expresión, evidentemente, estaba
inspirada por el caudal de actos de corrupción que acumuló el gobierno de Lula,
sin que a nadie se le moviera un pelo, pese a las fundadas acusaciones que
hacía la prensa. Hoy, la nueva presidenta intenta corregir la situación,
desalojando ministros más que sospechosos, pero todo indica que va a cosechar
más problemas que aplausos.
En la Argentina, el caso
Schoklender, denunciado en detalle por la prensa y comprobado ante la Justicia,
no parece repercutir sobre quienes financiaron y prohijaron ese impune manejo
de fondos públicos. No es políticamente correcto hablar del tema, porque la
entidad que está involucrada viene santificada por los excesos de la dictadura
y eso la cubre de un baño de inmaculada pureza.
¿Qué está pasando? ¿El consumismo ha
devorado la ética y basta una fuerte bonanza económica para que ya la moral
pública carezca de cultores?
Aun en un país con fuerte tradición
de legalidad como Uruguay, en los últimos tiempos los atropellos a la
Constitución tampoco parecen conmover.
Como se sabe, por ejemplo, a la
salida de la dictadura, después de 1985, se promulgaron dos amnistías: una para
los guerrilleros que habían atentado contra la democracia y otra para los militares
que, combatiéndolos con éxito, también atentaron contra la democracia y
cometieron delitos tan graves como los de los otros.
Pues bien: nadie discutió la
amnistía a los guerrilleros; la amnistía a los militares fue enfrentada con un
plebiscito popular, que en 1989 ratificó la ley. Veinte años después, fue
nuevamente llevada a plebiscito, y la ciudadanía volvió a ratificarla, en el
mismo momento en que elegía presidente a un viejo guerrillero. Más legitimidad,
entonces, imposible.
¿El consumismo ha devorado la ética
y basta una bonanza económica para que la moral pública carezca de cultores?
El Parlamento, sin embargo, intentó
una anulación inconstitucional y fracasó, con el propio presidente pidiendo
respeto al voto de la ciudadanía. Poco después se insistió y se terminó
derogando la ley, en forma retroactiva, lo que será juzgado en su
constitucionalidad por la Suprema Corte de Justicia. ¿El hecho ha conmovido en
el legalista Uruguay? Por cierto que no, pese a que no sólo la oposición, sino
el propio presidente están en la posición de que, habiéndose pronunciado la
ciudadanía en forma directa, ningún órgano de representación indirecta puede
cambiar sus pronunciamientos.
Lo que ocurre con la prensa en
Venezuela o Ecuador es gravísimo y, sin embargo, sus presidentes, deslizados
prácticamente a la dictadura, mantienen índices de aceptación que no se mellan.
Algo parecido ocurre en la Argentina con la escalada gubernamental contra
Clarín y La Nacion. Es más, he discutido con amigos argentinos de convicción democrática,
que fácilmente se extravían en el análisis y piensan que como Clarín es un gran
multimedio que -según ellos- ha ido demasiado lejos en su poder, puede ser
agredido desde las alturas. Se olvidan, por cierto, de que esa expansión
empresarial ocurrió, a lo largo de años, al amparo de las normas de cada
momento y de que el gobierno, en nombre del cuestionamiento a sus antecesores,
no tiene derecho a atropellar las leyes y aplicarlas retroactivamente. Sin
dejar de advertir que es muy obvia la intención de silenciar a un órgano
opositor.
Advertimos un cambio civilizatorio
muy profundo. La revolución científica se lleva por delante a los grandes
diarios de opinión, como Le Monde o The New York Times, del mismo modo que deja
al costado del camino a empresas tan emblemáticas como Kodak. Las fortunas hoy
se hacen rápido, y muy especialmente con el comercio de productos inmateriales
(Internet, Google, Facebook). Paradójicamente, en América latina la bonanza nos
viene de lo opuesto, de una resurrección de las viejas materias primas, y allí
aparece también una nueva faceta de la fragilidad democrática, porque los
grandes precios internacionales producen esta sensación de riqueza generalizada
y todos sabemos que, en algún momento, comenzarán a retraerse, simplemente
porque la economía tiene ciclos y cuesta creer que, en la sociedad del
conocimiento, las materias primas serán la respuesta eterna.
Mientras la economía se mueve así,
la familia se debilita cada día más, los partidos son abandonados por los
ciudadanos, la droga hace estragos y potencia la violencia del delito y las
legiones de "ni-ni" forman bolsones de una juventud que la sociedad
no logra atraer al estudio ni ofrecerle un empleo, que requiere hoy otras
calificaciones.
A la larga somos optimistas. Siempre
la libertad termina por imponerse. Pero en el horizonte cercano vislumbramos
serios problemas, cuando el PBI importa más que el Estado de Derecho y la ética
pública, y el hombre de esta época deja de ser un ciudadano consciente de sus
derechos y obligaciones para transformarse en un consumidor voraz, un
contribuyente tramposo y un indiferente cívico.
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