Ope PASQUET
En 1973, el senador Amílcar
Vasconcellos publicó un libro lúcido y corajudo, titulado Febrero amargo, en el
que hacía la crónica de los sucesos de aquel fatídico mes en el que las Fuerzas
Armadas comenzaron a avanzar sobre las instituciones democráticas.
Las páginas de aquel libro rezumaban
indignación y amargura ante lo que estaba sucediendo en el país.
Indignación y amargura sentimos hoy
nosotros, ante la derogación retroactiva (equivalente a la anulación) de la Ley
de Caducidad, y la abolición de la prescripción para los delitos cometidos por
militares y policías durante la dictadura. La ley que acaba de sancionarse, con
los votos del Frente Amplio exclusivamente, implica el desconocimiento de
la voluntad popular y la violación de un
principio básico del derecho penal liberal, de rango constitucional sin duda,
como lo es el de la no retroactividad de la ley penal más severa.
La Ley de Caducidad, como toda ley de
amnistía, suscitó la discusión entre el imperativo ético de hacer justicia y la
necesidad política de asegurar la paz. Para ganar esa discusión, quienes se
oponían a la ley la impugnaron mediante el recurso de referéndum. Recolectaron
las firmas necesarias para interponer el recurso mediante una larga y ardua
campaña, realizada bajo una consigna de fuerte sentido democrático: “firme,
para que el pueblo decida”.
El domingo 16 de abril de 1989 el
pueblo decidió. Una contundente mayoría de un millón cien mil votos optó “por confirmar” la ley (la
papeleta amarilla así lo decía, textualmente). Esa misma noche, tanto la
Comisión Pro Referéndum -presidida por Matilde Rodríguez de Gutiérrez Ruiz e
integrada, entre otros miembros, por Alberto Pérez Pérez y Tabaré Vázquez- como
el Gral. Seregni, a la sazón presidente del Frente Amplio, declararon que
aceptaban como válido el veredicto popular. La Ley 15.848 fue así la primera
ley de nuestra historia, ratificada directamente por el Cuerpo Electoral.
Veinte años después, en 2009, el
PIT-CNT primero y el Frente Amplio después promovieron una reforma
constitucional para anular la Ley de Caducidad. La papeleta rosada por la
anulación no alcanzó la mayoría de los sufragios y la propuesta fue desestimada
(conviene repetir que se votaba con una sola
papeleta, por el SI a la reforma, de conformidad con lo dispuesto por el
art. 331 de la Constitución). Sin que hubiera existido campaña en contra de la iniciativa –sí la hubo a
favor-, el mismo Cuerpo Electoral que eligió presidente a José Mujica no quiso
anular la Ley de Caducidad.
En el 2009, la doctrina y la
jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ahora se
invocan para negarle valor a la decisión de la mayoría, ya eran perfectamente
conocidos por quienes llamaron al pueblo a votar para anular la ley. Tan es así que el Dr. Javier Miranda
manifestó en una reciente entrevista de Emiliano Cotelo, que él se opuso a la consulta popular precisamente por
entender que el tema no era plebiscitable. Sin embargo, tanto el PIT-CNT como
el Frente Amplio siguieron adelante con su campaña, sin cumplir con un
elemental deber de buena fe: decirle a la ciudadanía que respetarían su voto,
si era favorable a la anulación, pero
que lo desconocerían en caso contrario.
Entre la primera y la segunda vuelta
de la elección presidencial de 2009, el periodista Aldo Silva le preguntó
expresamente a Mujica, en “Código País”,
qué haría frente al resultado del plebiscito. El candidato no dejó dudas: “el
plebiscito se acata y chau”, dijo. Y todavía agregó, para que no quedaran
dudas, que no utilizaría la mayoría parlamentaria para “enmendarle la plena” al pueblo.
El hoy presidente Mujica promulgó
rápidamente la ley que le enmienda la plana al pueblo. Por supuesto que hubiera
podido vetarla, para honrar el
compromiso asumido frente al electorado, pero optó por aplicar una de las
máximas que guían su conducta: “como te digo una cosa, te digo la otra”.
Se ha consumado pues el
desconocimiento de la voluntad popular dos veces expresada. El tema tiene otras
facetas –la inconstitucionalidad de las disposiciones penales retroactivas, la
posibilidad de cumplimiento directo, por los jueces, del fallo de la Corte
Interamericana, etc.- pero esta es la principal, porque el respeto a la
voluntad popular es la base misma de la institucionalidad democrática.
Una vez más, la izquierda se equivoca
al creer que el fin justifica los
medios. En los años sesenta y setenta los Tupamaros y otros grupos
atentaron contra la Constitución y contra la vida de otras personas, en el afán
de tomar un atajo hacia lo que creían que era la justicia social. Comenzó así
un tiempo de violencia política que nos trajo, al cabo, doce años de dictadura
militar.
Hoy se vuelve a atentar contra las
bases de la democracia, buscando un atajo hacia la justicia penal. Que así se
logre avanzar hacia los proclamados objetivos de “verdad y justicia”, está por
verse. Lo que desde ya puede palparse es el debilitamiento de las instituciones
democráticas. ¿Qué sentido tiene llamar al pueblo a votar, si la mayoría
parlamentaria se arroga la potestad de desconocer lo que la mayoría popular decidió?
“Mi autoridad emana de vosotros, y
ella cesa ante vuestra presencia soberana”. Los
dirigentes del Frente Amplio no deberían invocar nunca más esta frase de
Artigas, que acaban de negar con su conducta.
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