Alberto MEDINA MÉNDEZ
Periodista. Escritor.
amedinamendez@gmail.com
Algunos líderes se han convencido de su
propio éxito, a tal punto de creer que han encontrado la fórmula mágica, la
prescripción perfecta, el secreto tan anhelado, para conducir los destinos sus
naciones.
Es tal la perdida de humildad de esos
personajes, que no solo se elogian a sí mismos a diario, sino que se sienten
tan inteligentes, tan superiores, que no aceptan bajo ningún punto de vista que
alguien intente una discrepancia respecto de sus creencias. Toman sus visiones
como las únicas posibles y no comprenden la posibilidad de un pensamiento
divergente.
Obviamente, los rodean como siempre
aduladores profesionales, fanáticos sin criterio propio, audaces oportunistas y
gente que no solo aplaude sus acciones cotidianas sino que descubre en el líder
atributos que ni siquiera él se habría reconocido.
Pero su arrogancia llega mucho más lejos aún,
porque no solo se ufana de sus supuestos triunfos, sino que además cree
férreamente en la originalidad de sus recetas, entiende que ha descubierto algo
que no tiene antecedentes y que su acción de gobierno es fundacional, inédita,
singular, y que por tanto quedará en la historia, en el bronce, por sus logros.
No admite bajo ningún punto de vista la
posibilidad del error, mucho menos aceptará la crítica y buscará
permanentemente cualquier mecanismo para dejar fuera de la cancha a sus
detractores, aunque jamás reconocerá en público, su evidente nivel de
intolerancia democrática, pese a recitar lo opuesto, declarándose defensor de
la libertad de expresión y la pluralidad.
Lo paradójico es que los ciudadanos de su
patria, reniegan de cualquier extranjero que se anime o tenga la osadía de
opinar sobre su país, sus acontecimientos políticos o sus decisiones
económicas. Cualquier foráneo que se atreva a dar su parecer sobre su patria,
mucho más aun sobre sus políticas implementadas, es rechazado por el solo hecho
de no haber nacido o, al menos habitado el suelo local.
Esa especie particular de xenofobia que forma
parte del folklore doméstico, se transforma rápidamente en bronca, en odio y
resentimiento, y alcanza diferentes niveles de vehemencia según la nacionalidad
del eventual interlocutor. Los hermanos del continente y fundamentalmente de
países vecinos serán menos cuestionados, pero aquellos de otras latitudes, con
idiomas diferentes y culturas e idiosincrasias distintas, no tendrán siquiera
cabida a la hora de dar su perspectiva y serán rechazados de plano.
Ni hablar del caso en el que esas opiniones
provengan de instituciones políticas de otros países, gobiernos u
organizaciones supranacionales. Esos comentarios, o sugerencias se tomarán como
una pretendida orden imperial, o como la impertinente intromisión en asuntos de
estado, o propios de la soberanía local, que ningún país debiera vulnerar.
Ahora, lo extraño de esta pretendida teoría
pseudo nacionalista, es que cuando el líder local de turno tiene la oportunidad
de disponer de una trinchera pública, de un ámbito mediático, o de un auditorio
internacional, o institucional fuera de su país, parece en ese caso estar
mágicamente habilitado para ocuparse de otras naciones y sus conductores.
No solo lo hace, sino que se anima a hacer
recomendaciones con una arrogancia poco comparable con los jefes de Estado a
los que suele criticar por lo que describe como idénticas acciones.
La explicación es simple. Considera que su
figura no es comparable con ninguna, se ve a sí mismo como especial,
inteligente y original, por lo tanto el sí se siente debidamente autorizado
moralmente para hacer y decir lo que le plazca, sin el riesgo de ser juzgado de
igual modo por los que reciben su discurso.
Cuando habla un extranjero interfiere en
asuntos de otras naciones, pero cuando lo hace el líder de cabotaje, no hay
problema alguno, es como que tiene argumentos para “entrometerse” sin ningún
desparpajo.
Y un componente adicional son las
circunstancias propias y ajenas. Dar consejos desde la cómoda posición que
otorga el viento a favor es al menos poco objetivo, sino hipócrita. Darle
recomendaciones a quien tiene viento en contra desde la vereda opuesta es un
despropósito, y alguien debería tener al menos el decoro, la mesura, la
prudencia de llamarse a silencio.
Cuando la coyuntura establece un escenario
positivo, sobre el que no tenemos influencia pero que nos permite un despliegue
más holgado, el sentido común, pero por sobre toda las cosas, la grandeza
espiritual y humana debería aportar la cuota de recato que la situación
amerita.
Y que quede claro que no hablamos de alguien,
sino de muchos. No se trata de un personaje en particular, sino de varios y de
una actitud reiterada en la historia. Cada nación, cada comunidad, cada
ciudadano y sus dirigentes por ende, deben lidiar con sus propios problemas.
El arsenal de ideas, de herramientas y hasta
de creencias que aplicarán para intentarlo depende de muchos factores, y hay
que saber respetar esa singularidad, teniendo la cordura y la madurez para
darse el lugar que corresponde y no otro.
Lo que hace grandes a los hombres, célebres a
los dirigentes, estadistas y no mediocres a los conductores, son sus cualidades
y atributos personales, y no sus defectos y bajezas humanas. Para que quede
claro, no está en la lista de las virtudes esta permanente altanería militante.
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