Berlusconi ha ganado la partida


     Lluís BASSETS
       Periodista
Con las elecciones municipales italianas el berlusconismo político llega a un punto de inflexión, probablemente irreversible. Il Cavaliere está sentenciado como presidente del Consejo de Ministros, y habrá que ver únicamente cuánto tiempo dura subido todavía en el pedestal y cómo se libra de la justicia después, cuando el manto del poder ya no le cubra. La derrota del berlusconismo político es sólo el aspecto más superficial y menor de un fenómeno mucho mayor y de signo contrario como es la victoria del berlusconismo cultural e ideológico. Este nefasto personaje ha pasado por la política italiana y europea como Atila y sus hunos: ha cambiado el paisaje de los medios y ha cambiado el paisaje político. Berlusconi ha ganado la partida, según precisa expresión de un buen italianista como es el escritor y columnista Antoni Puigverd. “La imago mundi de las clases populares”, señala en un artículo en La Vanguardia, “es la de Telecinco”.

Es todo un consuelo que Milán, Nápoles y Turín, entre muchas otras ciudades, tengan al fin la oportunidad de regenerarse políticamente después de la victoria de los candidatos del Partido Democrático sobre los del Polo de la Libertad. La coalición berlusconiana ha sembrado el antieuropeísmo, la xenofobia y el populismo antifiscal más insensatos. Pero su apuesta electoral, como ha sucedido casi siempre en Italia, ha sido vanguardista respecto a las tendencias que luego se han desplegado en toda Europa, donde ahora proliferan partidos y coaliciones hermanadas en la explotación del populismo derechista y de la antipolítica. Aunque poco o nada tienen que ver con el viejo fascismo están arrastrando el continente entero hacia políticas extremistas porque saben pulsar y explotar las mismas fibras sensibles de los sentimientos de exclusión y de discriminación en un momento de crisis económica y de exigencias de reducción de los déficits públicos.

Entre las proezas del berlusconismo se halla la creación del delito de inmigración ilegal, la aparición de milicias ciudadanas antiinmigrantes, los progromos contra gitanos y magrebíes y la voladura de la libre circulación de personas dentro de Europa, garantizada hasta ahora por el tratado de Schengen, que Italia ha puesto en cuestión junto con Francia y Dinamarca. Sin contar con lo que ha constituido el sentido y la actividad central de sus gobiernos: aprobar, en detrimento de la división de poderes, unas leyes inventadas ex profeso para evitar que Berlusconi sea juzgado y condenado en algunas de las numerosas causas abiertas contra él por un amplio abanico de delitos, que van desde el fraude fiscal y los delitos societarios hasta delitos sexuales, entre los que destaca el abuso de menores. Ya en sus primerísimos tiempos Berlusconi confesaba con descaro que estaba en política porque no quería ir a la cárcel.

Pero lo más característico del berlusconismo es su ideología mediática y simultáneamente el uso partidista de los medios de comunicación, los privados de su propiedad y los públicos bajo su control, sometidos todos ellos a la misma degradación cultural y ética, siempre al servicio de sus intereses privados, políticos y económicos. No se puede olvidar que la llegada de Berlusconi al poder significó el caso insólito de un gran patrono de medios de comunicación al que ya no le basta con condicionar al poder político directamente sino que quiere gozarlo y controlarlo sin personas interpuestas. El do ut des habitual en nuestras sociedades entre medios y gobiernos ha desaparecido en la Italia de Berlusconi para integrarse en una confusión de intereses públicos y privados, personales y gubernamentales, partidistas y societarios, absolutamente letal para la democracia.

Son enormes los efectos destructivos de esta idea antipolítica, de la que Forza Italia es la más depurada expresión. Organizado como una empresa, este antipartido se fundamenta en la cultura futbolística de los tifosi, la explotación de la imagen de la mujer y la aversión a los impuestos, envuelto todo de un antiprogresismo militante, que convierte en culpable y responsable de todos los desastres, crisis económica incluida, a una izquierda cada vez más débil e irrelevante. Estas toscas ideas políticas son parte de la herencia que nos legará Il Cavaliere cuando finalmente los italianos le echen. Pero su mayor victoria es precisamente la profunda huella de basura y de zafiedad que deja en los medios de comunicación italianos y europeos, un estilo que se ha instalado definitivamente entre nosotros y ha destruido toda posibilidad para una cultura que sea a la vez popular e ilustrada.

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