El alma y el espíritu de la Ley

César García Acosta
Antes de escribir esta columna lo pensé detenidamente.

A veces no es bueno dejar correr las ideas sobre el papel sin una visión estratégica de futuro, dejando paso casi exclusivo a la ideología o la pasión, pero frenar el pensamiento después de haber vivido ya cincuenta años, parece también poco razonable.

Por eso y por algunas otras cosas más, dedicaremos esta columna al mentado tema de la “guerra de las patentes”.

Los uruguayos que padecimos casi doce años la dictadura de la década de los setenta y ochenta, sabemos que en el fondo de aquél dilema, e incluso antes del Golpe, el debate pasaba por la institucionalidad democrática y la fe republicana.

Esos dos principios nos imponen desde antes de nacer conductas y lineamientos sobre cómo conducirnos en la vida. Quizá por esto es que sabemos del sentido verdadero del republicanismo y somos concientes que la democracia no se sostiene por sí sola en los territorios, sino desde el voto popular de quienes habitan esos territorios. Esto hace al conjunto de un país que decidió estar regulado por las leyes que, siguiendo el principio de legalidad, tiene ámbitos de consagración específicos donde se aprueban las leyes que todos debemos cumplir en señal de respeto a la cohabitación pacífica de una ciudadanía que aprendió, a sangre y fuego, el valor de la ley y el apego a la constitucionalidad.

Decía Aréchaga sobre la reforma constitucional de 1942 que, “un sistema de instituciones tiene siempre un alma, un espíritu, y ningún sistema de instituciones funciona bien en cuanto los hombres llamados a ejercer el poder no comprendan con exactitud cuál es el espíritu o el alma de este sistema … todo sistema democrático a base de partidos requiere de los partidos de la oposición que no confundan el ejercicio del contralor bien intencionado sobre los actos de gobierno, con el escándalo sistemático que compromete el prestigio de las instituciones”.

La “guerra de las patentes” es parte de ese –escándalo- al que aludía Aréchaga. Mientras para unos esta guerrilla conjuga el mantenimiento del litigio centralista que ejerce Montevideo sobre el resto del país, para otros, en cambio, siempre es buena la oportunidad para prenderse de la cola de los reclamos y ver si es posible lograr fondos adicionales que, en una supuesta puja por la –justicia- de lo que trata, ni más ni menos, es de obtener una mayor participación en el reparto de la torta de los dineros del Estado.

Es cierto que la academia aún no ha logrado definir qué es o debería ser el tributo de patente de rodado. Sin embargo, todos sabemos que cuando este tema se aborda seriamente en una Junta Departamental o en el Tribunal de los Contencioso Administrativo, sea uno u otro el ámbito de tratamiento del tema, coinciden en que representa el cobro por la vía fiscal de dineros que por fin tienen la inversión en el asfalto de las calles, en la semaforización de una ciudad y en las mejores condiciones para el tráfico de vehículos y personas. Y, precisamente, también es eso lo que cobran bajo la forma del peaje los concesionarios de las carreteras: el mantenimiento de la red vial, el pintado de las rutas, sus condiciones de seguridad, etc., etc.

Si esto está convenido, si tal como el concepto “mesa” es en lingüística la definición de una tabla sobre la que apoyar objetos, y “silla” una tabla donde sentarse, la “patente de rodado”, al margen de la semiótica, más que un impuesto es una tasa y su destino debiera ser tan específico como tangible.

De ser válida esta lógica, ¿qué cobra Colonia, Flores, Montevideo o Maldonado mediante la patente de rodado? ¿Cobra dineros para arreglar sus calles y semaforizar sus esquinas? ¿Destina esos fondos a su red vial con el fin de que el contribuyente reciba en servicios lo que paga con impuestos?

Ciertamente esto no es así en el Uruguay.

Por eso lo del principio. Pasamos más de doce años reclamando en las sombras la institucionalidad perdida; incluso antes del Golpe exigíamos claridad en el rumbo gubernamental para que no se escapara el Gobierno de los límites de la Constitución. Hoy, a más de un cuarto de siglo de impuesto el orden legal en el país, varios Intendentes defienden la hipótesis contraria -en materia de plazos- de lo que fija la ley de empadronamientos, que es quien determina qué modelos o años de automóviles están comprendidos en la exigencia de empadronar en el lugar de residencia de su dueño. Ese año límite que fue producto de un acuerdo político después plasmado en una ley, fue el año 2008. Si el plazo legal es ese y no otro, ¿bajo qué potestad uno o diecinueve Intendentes declaran tener más poder que el de la Ley, alegando contrariamente a la ley, que sólo controlarán a quienes estén empadronados en el lugar de sus residencias cuando tengan vehículos matriculados después del 14 de enero del 2011?

¿Pueden los Intendentes regular de modo liberal los plazos de una ley? ¿Esto no supone la hipótesis del desacato?

La historia dirá quién tiene la razón.

Para mí Aréchaga sigue tan vigente como siempre y la responsabilidad recae sin vacilaciones sobre los gobernantes que no comprenden cuál es el alma o el espíritu de la ley.

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