Dr. Marcelo Gioscia Civitate
Nuestro país tiene el triste privilegio de registrar como una de las principales causas de muerte de personas jóvenes, a los accidentes de tránsito y tanto es así que, en la anterior Administración se entendió necesario constituir un organismo especializado en seguridad vial como la UNASEV (Unidad Nacional de Seguridad Vial) que hasta la fecha, no ha supuesto una disminución de los accidentes en rutas nacionales y departamentales, sino tan sólo un sendero de buenas intenciones. Sendero que habrá que seguir transitándolo con la colaboración de otros actores privados (como las fundaciones Gonzalo Rodríguez y Alejandra Forlán) que impulsan la toma de conciencia de una mayor seguridad en el tránsito, así como, la implementación de mecanismos de protección a quienes viajan dentro de vehículos habilitados para circular por las vías públicas.
Nadie puede dejar de considerar que los números que registran las muertes en accidentes de tránsito, así como la cantidad de personas que luego de protagonizarlos, deben cargar con las secuelas que los mismos han dejado en sus distintas capacidades, son harto preocupantes y los mismos, nos llevan a reflexionar sobre los sistemas de seguridad con que cuentan las unidades que se comercializan en nuestro país. En este sentido, la reciente exposición de los resultados de un programa de testeo de choque, que se realizó en nuestro principal aeropuerto, por Latin Ncap, apuntan a tomar conciencia sobre la necesidad de contar con más elementos de seguridad para quienes utilizan ese medio de transporte. Pero a la vez, deja en evidencia carencias en el tipo de exigencias que en materia de elementos de seguridad, debieran requerírsele a quienes importan o arman las respectivas unidades.
Nos enfrentamos a un dilema que no debiera ser tal, pero lo es: implementamos mejores sistemas de seguridad en las unidades (lo que seguramente no se hace por un tema de costos) u optamos por prestigiar el “ahorro” que, en un siniestro puede resultar carísimo. ¿Cómo conciliar ambos intereses?
El problema es aún mucho más grave. La verdadera cuestión es, a nuestro leal entender, ¿cómo bajar la siniestralidad que registra nuestro país? ¿Cuáles son las medidas a tomar? ¿Será posible llegar a una solución? Lamentamos comprobar que, a pesar de toda la tecnología disponible en los automóviles del Siglo XXI, (entre ellas, el uso de aleaciones de metales más que resistentes, el diseño aerodinámico de las unidades, la implementación de sistemas de protección ante choques de frente con bolsas de aire, cristales especiales que casi se pulverizan al impacto sin dejar aristas cortantes, cinturones de seguridad y butacas con apoya cabeza para todos los pasajeros) el problema a resolver reside, la mayor de las veces, en los usuarios. ¿Tienen cabal conciencia de que a mayor potencia que posean las máquinas que conducen, mayores serán sus riesgos? ¿Tienen conocimientos mínimos de física y saben relacionar la masa con la velocidad? ¿Conocen las máquinas que conducen? ¿Y las normas de cortesía y urbanidad? ¿Valoran acaso y en definitiva, el ser sobre el tener?
Pues si bien es cierta la responsabilidad que le cabe a los organismos públicos tanto nacionales como departamentales, en lo que tiene que ver con el estado de las vías de tránsito y su señalización, así como en las exigencias en implementos de seguridad en los vehículos que se comercializan aquí, creo les cabe la mayor responsabilidad en no implementar reales políticas educativas que contemplen estos aspectos. Planes de educación verdaderamente integrales, donde habrá de insistirse, una y otra vez y desde la más temprana edad, en la educación en valores. Principios y valores de orden inmaterial que permitirían a quienes se coloquen al frente de estas unidades, a conducir con responsabilidad. De lo contrario, el camino de buenas intenciones no tendrá fin y seguirá conduciéndonos a infiernos que sería deseable evitar.
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