“La historia vuelve a repetirse” es una frase recurrente para los uruguayos.
El tango la hizo suya y el destino político también.
Por eso hoy no se trata ni del sentido que se tenga de la Justicia, ni de la independencia del Poder Judicial, y ni siquiera de si el ámbito de competencias y atribuciones asignado por la Constitución al Poder Ejecutivo, son razones suficientes para alterar lo que por democracia directa, por acción plebiscitaria, el pueblo adoptó para decidir y decir NO.
Ciertamente acatar la voluntad del pueblo -del soberano- al decir de la Carta Magna, no es un asunto menor. Que hay leyes inconstitucionales es un hecho que hasta un estudiante de derecho de primer año lo sabe, pero esgrimir tecnicismos al amparo de reclamos de organismos internacionales, promovidos desde el seno de la izquierda uruguaya, son cosa bien diferente que ni un constitucionalista se animaba a imaginar.
Quizá por eso en estos años de interpretaciones disparatadas, ha sido moneda corriente pasar desde el criterio de la “derogación” con la consabida duda existencialista de si podía el Legislativo modificar un mandato consagrado por democracia directa por el pueblo, léase a través de un Plebiscito, al de la “anulación”, como si la ley nunca hubiese existido aunque haya tenido efectos y consecuencias. Pero si algo faltaba ahora nos enfrentamos a la calificada “Ley Interpretativa” que por fin tiene darle a la letra clara de la ley, el sentido antojadizo que al Parlamento, en función legislativa, se le ocurra.
Hoy la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado está en tela de juicio. En realidad siempre lo estuvo. Lo único que la soportó vigente en el correr del tiempo no fue precisamente su sentido de justicia, el que por cierto carece, sino por el pronunciamiento mayoritario del pueblo uruguayo que prefirió dos veces, en dos plebiscitos históricos, no seguir mirando atrás abriendo al pueblo camino a su propio destino.
Y si será simple el devenir de la historia que hoy José Mujica es el Presidente de la República, después de haberse alzado desde 1962 y hasta 1972, durante algo más de 10 años, contra gobiernos amparados por la misma Constitución que hoy defiende tanto él como sus diputados y senadores, y hasta por los propios recurrentes ante los organismos internacionales para derogar una ley cuyo componente medular es político y no jurídico.
De ahí que debamos tener presente más que nunca antes, que los demócratas y republicanos debemos hacer prevalecer el criterio de no politizar la justicia como una garantía de nuestro estado de derecho.
Es más, retomando a Mujica y si historia, debemos reafirmar que hoy esta misma ley de caducidad fue quien permitió procesar y condenar judicialmente a militares y hasta un ex Presidente, y hasta es la misma que está habilitando la actuación supuestamente libre e independiente del Poder Judicial en perjuicio de militares de alto rango y en plena actividad.
A nadie se “le cayeron los anillos” por trabajar en uno u otro sentido del imaginario mostrador judicial, donde se aplican leyes al leal saber y entender de jueces y abogados que en el acierto o en el error saben que sus fallos y decisiones apuntan a un concepto que está más allá de la simple práctica judicial.
Los políticos deberían pensar lo mismo: la historia no se reconstruye cambiando leyes sino respetando la democracia.
Quien pierde en las urnas, pierde una contienda electoral, y quien gana en esas mismas urnas no logra privilegios, sino cimientos para ese mismo estado de derecho que hoy tambalea a la luz de interpretaciones forzadas para juzgar -no la historia- sino a cuatro o cinco viejos tan equivocados como empecinados, que ni siquiera reconocen el error de la soberbia de haberse creído los salvadores de la patria.
Ni José Mujica salvó al Uruguay del neoliberalismo dándole de regalo una reforma agraria, ni Gregorio Alvarez salvó a los uruguayos del marxismo. Ellos, y no otros, fueron quienes encerraron al país en los cuarteles y las cárceles del pueblo.
Hoy no vale el rencor ni el perdón. Tampoco el oportunismo y la revancha.
* * *
Allá por 1980, cuando el plebiscito por la reforma constitucional que los militares pretendían para el Uruguay, y a la que “El Pueblo Dijo No” como tituló OPINAR por aquellos años, reivindicaba el Gobierno militar una plataforma que es bueno tener presente en sus puntos fundamentales.
Para esto se quería modificar la Constitución:
“Para eliminar la prohibición del allanamiento nocturno y la censura previa que figuraban en la Constitución de 1967.
Para prohibir la agremiación de diversas categorías de personas y la huelga de funcionarios públicos.
Para crear nuevas categorías de “estados de emergencia”, además de las “medidas prontas de seguridad” ya existentes. Se creaba el “estado de subversión” y el “estado de guerra”.
Se prohibía la constitución de partidos políticos que por su ideología, principios o denominación, denotasen vinculación o conexión con partidos políticos, instituciones, organizaciones extranjeras o con otros Estados, ni que estuviesen integrados por quienes hayan constituido organizaciones sociales o políticas que, por medio de la violencia, o propaganda que incitara a la misma, hayan tendido a destruir las bases fundamentales de la nacionalidad, o por quienes hayan integrado asociaciones declaradas ilícitas por la autoridad competente.
Se eliminaba la inamovilidad de los funcionarios públicos.
Se condicionaba la reglamentación del derecho de huelga a la iniciativa del Poder Ejecutivo, previa aprobación parlamentaria por mayoría calificada.
Se establecía que el Presidente de la República, “conjuntamente con la Junta de Comandantes en Jefe será responsable de la seguridad y la defensa nacional”.
Se definía la “seguridad nacional” como “el estado según el cual el patrimonio nacional en todas sus formas y el proceso de desarrollo hacia los objetivos nacionales se encuentran a cubierto de interferencias o agresiones internas o externas”.
Se creaba un Tribunal Constitucional con funciones de control político. Este órgano se integraría “por el Consejo de la Nación antes de su disolución”.
Se cambiaban las reglas electorales y se eliminaba el doble voto simultáneo, obligándose a un candidato presidencial único por partido para las elecciones que se cumplirían en 1981.
Se otorgaba mayorías parlamentarias al partido triunfador en las elecciones, más allá de los votos obtenidos.”
* * *
Todo esto sucedía en Uruguay; todo esto una dictadura lo proponía –vía plebiscito y no mediante ley de mayorías- al pueblo uruguayo.
Y el pueblo dijo NO.
La historia siguiente es conocida por todos, hasta por los niños de escuela a quienes en dos o tres párrafos les pretenden enseñar “historia reciente”. La dictadura uruguaya, implacable en muchos sentidos, aquélla que ciertamente torturó y asesinó en casos que hoy la Justicia esta resolviendo, no se animó a desoír el mandato del pueblo.
¿Será capaz en 2010 el Frente Amplio como Partido de Gobierno alterar la esencia democrática uruguaya diciéndole al pueblo, al soberano, que el voto de sus legisladores puede más que el plebiscito garantizado por las urnas?
Llegado el momento quizá la historia vuelva a repetirse, y quienes coaligados, aunque no marxistas filosóficamente como Nin Novoa o Saravia, sean quienes protejan la tradición democrática de un país libre e independiente más allá de la OEA, de la necedad y de las mayorías circunstanciales.
No es verdad que al Gobierno de Mujica lo obliguen organismos internacionales como la OEA a hacer lo que no quiere hacer: Mujica era el mismo que pintaba muros contra el FMI, Roquefeller y el imperialismo yanqui. Sin embargo, años después de aquellas movidas callejeras supo sentarse con Busch en Anchorena y junto a Tabaré Vázquez ratificar políticas en común.
Como seguramente lo único perdurable como concepto político sea la “tolerancia”, mantengamos la paz y construyamos democracia. Después de todo, con sanción o sin ella, es como dijo hace unos días el General Jorge Rosales: “para mí lo único que importa es lo que decido con mi voto”.
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