Por Mario Piriz
“Debemos cambiar nuestro modo de actuar, de pensar y sobre todo, nuestro modo de sentir. Comprender que somos inseparables del entorno cercano o lejano. Influimos sobre él y él influye sobre nosotros. Debemos comprenderlo y quererlo. Debemos cuidarlo, conservarlo, hermosearlo. Tanto el mundo vegetal como el mundo animal, y como el mundo humano”. Rodolfo V. Tálice
El siempre invocado temporal de Santa Rosa, no ha faltado a la cita. En la víspera se anunció con una descarga de 57 mm de agua en tan solo 2 horas, más granizo, viento, rayos y centellas. Arroyos y cañadas amanecieron casi desmadrados amenazando a decenas de hogares rivereños. Y la lluvia continua, saturando la tierra, desbordando el precario sistema de saneamiento en base a pozos negros. Evidentemente el cambio climático modifica el régimen de lluvias afectando la vida de seres humanos, animales y plantas.
El tema del agua, por lo menos en la región, históricamente fue un problema ligado al nivel de precipitaciones. Si llovía mucho teníamos inundaciones, ocasionando dificultades, siempre solucionables gracias a la solidaridad y la buena voluntad de todos. En los cinco años últimos se llevó la red de saneamiento del 30% al 75% de la población y una nueva planta de tratamiento de aguas negras. El sistema de desagües pluviales eliminó prácticamente las tradicionales inundaciones de calles céntricas, así como la canalización de pequeñas cañadas situadas en la planta urbana. Y sin lugar a dudas, con el drenaje y limpieza sistemática del cauce del Cuñapirú la vida en la comunidad ganó en calidad.
Pero así como las lluvias, en otras oportunidades, las sequías marcaron fuertemente la memoria colectiva, particularmente la de los riverenses de tierra adentro, del campo. Y en los últimos años, con el avance de la frontera forestal, el fantasma de los incendios recorre las más de 150 mil hectáreas de pinos y eucaliptus, llevando la preocupación a los casi 10 mil residentes de la tercera sección del departamento y en especial, a la ciudad de Tranqueras, primer núcleo urbano del país rodeada de árboles.
Y además de las intensas lluvias y las sequías cíclicas, la región ganó una preocupación y una responsabilidad de dimensiones inauditas para nuestra pequeña comunidad mediterránea. Estamos sobre uno de las cuatro zonas de afloramiento y recarga del acuífero Guaraní, una de las mayores reservas de agua dulce del planeta, con 12 millones de kilómetros cuadrados de extensión, abarcando parte de los territorios de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay.
Una red hídrica natural importante surca en todas las direcciones el territorio departamental, presidida por el Cuñapirú velando por el sostenimiento de la vida a través del agua. Y últimamente, con el 10% del territorio cubierto de montes naturales y exóticos, se garantiza la purificación del aire. Los árboles devuelven, el agua que consumen, en humedad y oxígeno a la atmósfera promoviendo los ciclos naturales de la existencia.
Pero más allá del acuífero y la densa red hídrica, el cambio climático del planeta, pone el tema del agua en el centro del debate y las preocupaciones, y sobre el colectivo, la responsabilidad de preservar, cuidar y manejar racionalmente el “oro azul”. El agua, no sólo es el más valioso recurso natural, sino parte sustancial de la vida.
Y en esto del agua, no puede pasar, como dice el dicho popular “dormirnos en los laureles”. Pues como lo afirmó el sabio español Gregorio Marañon, “vivir no es sólo existir, sino existir y crear, saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar. Descansar, es empezar a morir”. Reflotar el tema del agua, no es una frívola reiteración. El hecho de que poseemos agua cristalina en abundancia, no nos da el derecho de ignorar la importancia angular que la misma tiene en la vida, tanto del género humano como de toda la naturaleza.
La afirmación no es retórica vana. Desde lo más remoto de la historia del planeta y la humanidad, aún suenan las palabras de los sabios de todos los tiempos, reconociendo en el agua, la tierra, el aire y el fuego los elementos constitutivos de todo lo existente.
Ya Thales de Mileto (640-560 AC ), oriundo de Mileto, Asia Menor, ahora Turquía, como lo recordamos tiempo atrás, decía “que no puede ser que exista un dios, un principio explicador para cada cosa: tiene que haber una sencillez última, un todo: el cosmos. Como ejemplo, indicó que si analizamos una mesa, decimos que la mesa tiene una tabla y cuatro columnas de sostén, pero ¿qué es lo que realmente existe: la mesa existe por sí sola?, ¿o en realidad lo que está existiendo es la madera y los clavos que unen a la mesa? Añade que si desarmamos la mesa, queda la madera solamente. Pero ¿es la madera de la tabla y de las patas lo que existe?, o en realidad solo existe el árbol del cual se extrajo la madera. ¿Existe realmente el árbol o lo que existe es la semilla que lo engendró? La cadena de razonamiento puede continuar independientemente, pero Thales cree hallar lo que realmente existe: el agua”.
“Concluyó que el agua es el principio de todas las cosas y que además tiene que haber una fuerza ordenadora que tomando ese elemento que es el agua, configura todas las cosas de la realidad sensible, lo que nos da la ilusión de una pluralidad de existencias. Concluye que es el agua el elemento (principio de algo) porque observa que todas las cosas contienen agua. La semilla de todas las cosas tiene naturaleza húmeda. Los cuerpos cuando se pudren largan humores, los humores son acuosos, las plantas cuando se pudren largan agua, todo tiene agua”.
Las ciencias contemporáneas ratifican aquella teoría del sabio griego y dan la dimensión cabal del tesoro vital que debemos preservar, cuidar y emplear fraternalmente con racionalidad y justicia.
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