Editorial

Difícil que algún profesional del derecho no reconozca en el Dr. Gonzalo Fernández sus probados conocimientos en el campo del derecho penal.

Vayan para él desde estas páginas el reconocimiento a sus atributos -bien ganados- no sólo como defensor, sino como docente de la Facultad de Derecho, por cierto la misma casa de estudios que albergó a muchos otros profesionales de esta rama de las ciencias sociales que, profesando o no sus mismos principios filosóficos sobre el derecho y la política, han servido a causas disímiles que a cada uno le han otorgado en suerte, o sin ella, un lugar en esta vida en común que nos hemos dado los uruguayos demócratas por definición y por acción.

Habiendo dejado esta constancia en lo previo, es justo, no obstante, marcar ciertas diferencias con el Dr. Fernández: cuando el Director Fundador del Semanario OPINAR, el Dr. Enrique Tarigo, accedió por el voto popular a la Vicepresidencia de la República, adoptó una postura en su vida profesional importantísima de destacar: cerro su estudio jurídico de prestigio bien ganado, y optó por desarmar una estructura profesional tan solo por entender que se superponían intereses profesionales y políticas en el marco del libre juego del poder. Y desde ese entonces, tal como por convicción años antes y durante la dictadura, había dejado la docencia por su sola voluntad, en claro signo de protesta por el agravio que había recibido otro docente, de conocida filiación comunista, a quien la autoridad había discriminado. Tarigo renunció en plena dictadura a su derecho como docente y como trabajador, separando nítidamente el interés personal del general, del mismo modo que entendió que ser legislador u hombre vinculado al poder político, le obligada a poner término radical a la contienda de intereses que podría ocurrir.

En el caso del Dr. Fernández está sucediendo algo de –esa contienda de poderes- tan celosamente cuidada por Tarigo. Parafraseando a Alain, por aquello de que si bien el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe mucho más, “no existe ningún hombre en el mundo que pudiendo realizarlo todo y sin ningún control, no sacrifique la justicia de sus decisiones a sus pasiones”.

Estas apreciaciones vienen a este relato por un artículo escrito por Tarigo en el diario EL DÍA el 17 de abril de 1977, cuando a propósito del título LA POLÍTICA Y EL DERECHO, decía citando a Couture: “si el juez es dependiente en el orden material, en el orden moral o en el orden funcional, del Poder Ejecutivo, los Poderes del Estado no son tres sino dos. El Judicial deja de contar como Poder.”

Y agregaba Tarigo en alusión al Ejecutivo y el Judicial como Poderes republicanos: “el problema de la independencia de los jueces … es un problema político, porque solo cuando el juez es independiente sirve a la Justicia por sí mismo. Cuando no es independiente podrá, eventualmente, servir a la Justicia; pero entonces la sirve por algo que no pertenece a la Justicia misma, por temor, por interés, amor propio, gratitud, publicidad, etc.”

Viniendo el caso de estos días que involucra al Dr. Fernández y colateralmente a su esposa, otra jurista que incluso ejercicio el Ministerio Público, acusatorio, en representación de la sociedad más allá de divisas y profesías, el ex Secretario de la Presidencia y ex Canciller, también hoy Senador Suplente como otras tantas veces lo ha sido desde el advenimiento de la nueva democracia, debió haber valorado las implicancias que supone ejercer al mismo tiempo la abogacía y el poder político, contar al mismo tiempo, con información reservada sobre casos y cosas, ejerciendo los derechos de sus defendidos como si fueran propios.

La cuestión pasa inexorablemente por estos extremos: podía Fernández saber tanto a nivel político cuando el mundanal interés de sus defendidos pasaba por los pasillos de los juzgados de la calle Misiones. Podía Fernández permitirse transitar por el delgado límite de la insensatez siendo uno de los juristas más renombrados del país en materia penal. Podía la abogada Cecilia Sallhom, más allá de sus derechos profesionales, no tener en cuenta que “la mujer del César además de ser honesta está obligada a probarlo”.

Parece que estas vicisitudes no han encontrado límites en este episodio, que sin duda alguna afectará no sólo el honor del abogado, del docente y del político, sino de la política en general, en tanto y en cuanto su actitud dejó al Parlamento sometido a Ejecutivo como si se tratara de un solo Poder, y no de dos.

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