En la madrugada del pasado miércoles la Cámara de Diputados
sancionó, con modificaciones, el proyecto de ley ya aprobado por el Senado que
permite, en ciertos casos, la interrupción del embarazo. Como consecuencia de
las modificaciones introducidas en Diputados el proyecto deberá volver al
Senado, donde el oficialismo cuenta con los votos necesarios para su sanción.
La cuestión de la despenalización del
aborto es sumamente polémica y parece claro que ni la sanción de la ley, ni
mucho menos un improbable fracaso del proyecto, le quitarán ese carácter; en
cualquier caso el debate continuará, y está bien que así sea y que se discuta
con apasionamiento, porque la importancia del tema lo merece. Discutir con pasión,
empero, no debería conducir a faltarle el respeto a los que piensan distinto.
En este debate, lamentablemente, se ha caído en ese exceso. La convivencia
democrática necesita de la tolerancia, que poco valdría si se aplicara
solamente a la discusión de banalidades. Es en el debate acerca de los temas
importantes donde es más necesario el respeto mutuo, pero es aquí también, por
desgracia, donde los fanáticos se descontrolan y muestran la hilacha.
Lo que debiera discutirse en el
Parlamento no es el aborto desde el punto de vista ético, sino la utilidad o
conveniencia de que el aborto (me refiero al realizado con consentimiento de la
mujer, obviamente) constituya un delito y por lo tanto se castigue con una
pena. Son cuestiones distintas.
En el plano de la ética, cada persona
está llamada a formarse su propia opinión y tiene derecho a sostenerla, aunque
el resto de la humanidad piense otra cosa. “La voz de la conciencia” es para
cada uno, de manera indelegable e intransferible, la voz de su propia conciencia,
digan lo que digan las mayorías de turno.
Las mayorías de turno, en cambio, son
las únicas que tienen derecho a imponer la ley; en democracia, por lo menos, es
así. Se supone que la ley expresa la voluntad de la nación soberana; Cuando no
hay unanimidad (y nunca la hay), es la mayoría la que decide por la nación.
En materia penal resalta con claridad
la necesidad de que la ley luzca el sello de la legitimidad democrática. Si el
Estado ha de usar su poder para privar a una persona de su libertad, nada
menos, debe hacerlo de conformidad con una ley que exprese realmente la
voluntad del soberano, para que esa restricción de la libertad se justifique
desde el punto de vista democrático.
Lo que en el Uruguay está en tela de
juicio desde hace tiempo es si las normas penales que hacen del aborto un
delito expresan realmente la voluntad de la nación.Varios elementos de
juicio hacen pensar lo contrario. Las decenas de miles de abortos que se
realizan por año; los muy escasos procesamientos dispuestos por la Justicia ante esos
hechos; la falta de sanción social a quienes incurran en tales conductas y las
encuestas de opinión que desde hace años relevan la existencia de una sólida
mayoría favorable a la despenalización, son algunos de esos elementos.
Despenalizar no implica
necesariamente convalidar el aborto desde el punto de vista ético, ni
considerarlo una forma de ejercicio del derecho de la mujer sobre su propio
cuerpo. Aunque hay quienes piensan así, otros entendemos que de lo que se trata
es de rechazar el empleo de una herramienta tan tosca como la ley penal, para
enfrentar una situación sumamente compleja y delicada.
Ya IruretaGoyena, el sabio codificador de 1934 al que nadie
podría etiquetar como “progresista”, enseñaba en sus clases de Derecho Penal
que el aborto –al que moralmente condenaba en los términos más enérgicos- no
debía ser delito, y que la ley que lo definiera como tal resultaría ineficaz.
El tiempo le ha dado la razón.
Es hora de someter el asunto a la decisión
del soberano. Aunque el Parlamento tiene facultades para sancionar y derogar
leyes, la naturaleza de la cuestión y la forma en que afecta la sensibilidad de
vastos sectores de la sociedad recomiendan que sea el Cuerpo Electoral quien
pronuncie la palabra definitiva al respecto. En esto, supongo, todos hemos de
estar de acuerdo.
En el derecho uruguayo, el camino
para llegar a un pronunciamiento de la nación soberana respecto de una ley, es
el del recurso de referéndum instituido por el artículo 79 de la Constitución y
reglamentado por leyes que facilitan su ejercicio. Para que haya referéndum
contra la ley, antes tiene que haber ley; no es posible plantear una consulta
previa al soberano, con valor vinculante.
Si el aborto ha de seguir siendo
delito, que lo sea porque la mayoría lo quiere, pero no por inercia
legislativa.La intensidad de las convicciones éticas de algunos sectores de la
sociedad, no otorga legitimidad democrática a las leyes que no expresan la voluntad
popular. La mayoría no siempre tiene razón, pero –como decía Batlle- es la
única que tiene derecho a equivocarse.
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