Cuando del poder se trata se
enfrentan dos impulsos contrapuestos. Por un lado quienes llegan al poder,
pretenden quedarse, algunos por vocación de seguir sumando, de concluir
construcciones iniciadas y no culminadas, mientras otros solo por ambición
personal, búsqueda de impunidad o manifiestas cuestiones patológicas.
La contracara es que las
instituciones no necesitan de personajes eternos, de imprescindibles, muy por
el contrario, precisan oxigenarse, recrear ideas, enriquecerse con renovadas
miradas y sobre todo nuevos protagonistas que demuestren que importa lo
institucional y no sus circunstanciales operadores.
Pero en línea con lo más bajo de la
esencia humana, esos que intentan llegar para luego quedarse, lamentablemente
abundan. Los aduladores de siempre, los aplaudidores sin dignidad, los entornos
políticos que viven de la política, los que hacen inmensos negocios que solo
serían viables con la anuencia del poder, los fanáticos que firman cheques en
blanco, forman parte de ese escenario demasiado habitual en nuestros tiempos.
Aunque también resulta necesario, en
esa mezcla, un político de marcada debilidad psicológica, repleto de
inseguridades personales, y una ausencia de grandeza que hace posible que el
contexto le haga creer de su endiosamiento.
Hasta aquí sería solo una cuestión
de decisiones personales, de caprichos casi infantiles, sostenidos por
cuestiones más profundas, propias de los intereses más mezquinos, muy del mundo
de los adultos. La voluntad férrea de los políticos por quedarse, precisa de
múltiples instrumentos, y en esto el arsenal es variado y diverso.
Para que un personaje que gobierna
pueda ser derrotado en un proceso electoral debe tener un contrincante capaz de
darle esa pelea en las urnas. Recorriendo imaginariamente a los dirigentes de
unos y otros partidos, cuando no a figuras públicas con interés en participar
se podrán encontrar posibilidades más o menos interesantes.
Siempre podrá aparecer un candidato
con mejor discurso, más carismático y preparado, menos contaminado, que genere
entusiasmo o que simplemente parezca con las condiciones adecuadas para lograr
un triunfo frente al gobernante de turno. Pero existe un terreno en el que la
competencia electoral se torna inmoral, perversa y claramente monopólica.
Todos lo saben en la política,
propios y extraños. Se trata del uso de la “caja” oficial para hacer campaña,
para la propaganda, para hacer apología de la gestión e imagen del personaje
que gobierna.
El candidato decidido a dar la
batalla en los comicios no solo debe reunir requisitos que lo muestren como
mejor que su rival, sino reunir los fondos para financiar su estrategia
política, su campaña y el acto electoral.
Ahora cuando el candidato oficial
cuenta con la caja del Estado, en cualquiera de sus formas, y la usa como si
fuera de su uso personal, estamos frente a un evidente atropello, un verdadero
abuso de autoridad, que hasta puede rozar lo delictual cuando se apropia de los
recursos de todos.
Es que utilizar el dinero de los
contribuyentes para hacer campaña de un sector político es, a todas luces, una
inmoralidad y habla a las claras del escaso espíritu democrático de quien apela
a este instrumento.
Muchos candidatos, políticamente
viables, quedan en el camino solo porque deben conseguir gente que los acompañe
económicamente con recursos propios para competir contra el abrumador e
inagotable aparato estatal que distribuye dinero obscenamente y a cara
descubierta.
El oficialismo lo hace de modo
burdo, sin ningún tipo de pruritos, sin mediar escrúpulo alguno. Usan la caja
como propia, desde vehículos oficiales, hasta choferes que los trasladan que
cobran sueldos estatales, combustible y mantenimiento a cargo del fisco por
solo citar el más elemental de los umbrales que se sobrepasa sin mediar
explicación alguna.
Abundan ejemplos en esta línea.
Puestos públicos que se conceden, contratos por abultadas cifras, favores
políticos, cuando no la consabida y demasiado frecuente corrupción descarada
que reúne recursos estatales para
financiar la política.
Y es que muchos, en la corporación
política no lo denuncian, porque son parte de lo mismo. Lo hicieron en el
pasado, lo hacen en el presente desde sus puestos de funcionarios menores, o
bien ocupando puestos legislativos con idénticas conductas, y no descartan
hacerlo en el futuro.
No sea cosa que un resultado
electoral favorable los coloque del otro lado del mostrador y necesiten de esas
mismas condiciones para sostenerse en el poder. En estos casos la casta
política se comporta como una corporación, con complicidades, códigos y
silencios sin distinción de colores ni partidos.
Es el juego que pretenden, ser
pocos, los mismos de siempre en lo posible, y que los que aterricen de afuera
del sistema deban integrarse a esta modalidad y someterse a sus arbitrios.
Esta regla no cambiará jamás. El
financiamiento de la política seguirá por sus mismos carriles, porque los
políticos del sistema, son los beneficiarios directos de estos saqueos que
conjugan despilfarro de dineros públicos con actos cuasi delictivos.
Ellos no tienen interés en que
cambie la situación. Prefieren que esta dinámica sea la misma y plantearse
disputas menores en la tribu, entre pocos, entre ellos. Por eso los que vienen
de afuera no son bienvenidos. No sea que alguno de ellos, se anime a terminar
con el festival y extermine esta fórmula que encontraron hace tiempo y que les
sirve como la receta para permanecer.
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