Como ocurre en todo el mundo, nuestro país
está abocado a debates bio-éticos de gran trascendencia.
Está avanzando en la Cámara de Diputados un
nuevo proyecto sobre despenalización del aborto. Al proyecto original se le
añadieron algunas restricciones importantes: 1) el aborto sigue siendo
considerado delito, salvo cuando se cumplan las exigencias de la ley; 2) el
ginecólogo a quien una mujer le pida realizar un aborto convocará, dentro de 5
días, a una instancia médica con un tribunal de tres personas (uno de ellos,
objetor de conciencia) y mostrará a la interesada las diversas alternativas que
tiene; 3) se acepta la objeción de conciencia del profesional que se sienta
moralmente impedido de practicar un aborto y, eventualmente, de una
institución.
Por supuesto, es un debate profundo, donde
coliden visiones filosóficas y sociales distintas. De un lado se dice que es
segar una vida; del otro se afirma que un embrión de doce semanas no es una
persona por no ser viable. De un lado se dice que la maternidad es
irrenunciable, que no es facultad individual arrogarse ese derecho, y del otro
que siendo la libertad el principio, la mujer tiene el derecho a interrumpir un
embarazo no querido. De un lado se
sostiene que es exclusivamente un tema de principios éticos y del otro que la
ilegalidad condena a las mujeres más pobres a correr mayores riesgos, al no
poder acceder a profesionales y clínicas confiables.
Desgraciadamente, el debate se plantea en
ocasiones de un modo radical y hasta agraviante. Se acusa de asesinato a
quienes desean quitarle la nota penal a un hecho que, por cierto, nadie aplaude
ni considera feliz, pero que existe en la sociedad y no puede llevarse al
extremo de llevar a la prisión a una mujer que normalmente llega esa situación
por desesperación económica o una presión social que le hace sentir esa
maternidad como una desgracia. Se trata de eso, simplemente. El aborto es
siempre una derrota, a la que ninguna mujer marcha alegremente, por poco
consciente que sea. La pregunta es si, además de esa penuria, hay que imponerle
la nota de criminalidad. Nos parece éticamente condenable esa condenación del
Estado, porque tampoco le vemos mérito moral a una maternidad no querida,
producto de circunstancias casuales.
Por todo esto, no es feliz que se politice el
tema, que se le asuma dogmáticamente y no se respeten las diferencias de
criterio. Nadie tiene el monopolio de la moral como para sentirse autorizado a
juzgar por encima de la voluntad y los sentimientos.
Paralelamente, se sigue adelante con una
modificación muy importante a la ley que autoriza la donación de órganos. Se propone
—y ya tiene media sanción— que, en principio, los ciudadanos somos todos
donantes, salvo quienes hayan expresado una voluntad contraria. Se invierte así el principio hacia una
formulación tácita, que se aplica en varios países de Europa con éxito incuestionable,
como es el ejemplar caso de España, el primer país en la materia.
Por cierto no faltan quienes por razones
religiosas o morales estiman sacrílego amputar un cadáver. No tiene sustento
ético esa posición. Alguien muerto dejó de ser persona, queda allí una materia
inerte y ya inviable para la vida, que sin embargo puede salvar la de otros a
través del uso total o parcial de un órgano. Entre una vida a salvar y la
pérdida por putrefacción de un órgano, no hay opción. En cualquier caso, quien aún
sienta aquella limitación ética, tiene siempre el derecho a establecer su
voluntad negativa.
También se han expresado temores sobre la
posibilidad del abuso de un Estado sin garantías, en que se mate a una persona
para extraerle órganos. Este debate se ha dado en el mundo y los sistemas
legales han podido soslayar ese peligro a través de registros adecuados y
estricto cumplimiento de las prioridades establecidas. En un Estado sin
garantías jurídicas, el problema no sería éste sino otros aún mayores, porque
no se precisará ley para matar o amputar.
En todo caso, es propio de una sociedad
madura que se adelante en estas discusiones y soluciones. La experiencia nos
irá aproximando a los mejores resultados pero, en cualquier caso, las dos
propuestas en discusión marcan avances. No es posible cerrar los ojos ante la
evidencia social de hechos que nos desafían.
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