Después de la ola de militarismo y
autoritarismo que arrasó a América Latina durante los años sesenta y setenta,
la tónica de la política de esa región a partir de los años ochenta parece ser
otra: la redemocratización. De hecho, con la excepción de Cuba, que desde hace
tiempo sigue caminos distintos de los típicamente latinoamericanos, y de Haití,
el resto del continente empieza a ser felicitado urbi et orbi por su nueva
democracia. El caso de Venezuela no hay ni que mencionarlo. Desde hace 34 años
vive bajo el manto de una Constitución que ha arraigado en sus costumbres el
Estado de derecho. Desde los heroicos tiempos de Rómulo Betancourt, que,
gracias a la nueva política petrolera, añadió la lucha por la emancipación
nacional a la lucha contra la dictadura, parecía haber una mayor cohesión
social y respeto por el ciudadano votante. La idea del respeto a los resultados
electorales y de la alternancia en el poder se hicieron fuertes. Con dos
partidos principales, Acción Democrática y Acción Popular de los socialcristianos,
con la nueva izquierda representada por el Movimiento al Socialismo (MAS), con
el fin de los levantamientos de la! guerrillas, nadie, absolutamente nadie,
imaginaba que existiera la posibilidad de un golpe de Estado.
¿Nadie?
Hacía ya algún tiempo que los venezolanos
venían oyendo rumores en ese sentido. Quizá las autoridades no diesen crédito,
no ya a los rumores, sino a la posibilidad de una acción político-militar de
envergadura con apoyo diseminado en la opinión pública.
¿Por qué ocurrió?
En primer lugar, siempre existe el riesgo de
que se produzcan intentos violentos de sustituir a los poderosos. Desde tiempos
inmemoriales, ya sea bajo la forma florentina del envenenamiento o bajo la
forma, más tosca y más común en América Latina, de la cuartelada
(pronunciamiento militar), la intentona golpista siempre es una Posibilidad a
tener en cuenta .En África, de vez en cuando, se oye el estampido de un cambio
de guardia. En la Unión Soviética, o ex URSS, mientras Gorbachov estaba en el
Gobierno, en Georgia intentaron derrumbar el orden político establecido
mediante acciones violentas. En Europa, incluso en España con el teniente
coronel Tejero y los separatistas que utilizan las armas del terror, han
existido y existen grupos enloquecidos que conspiran contra el orden legal. Sin
embargo, estos acontecimientos son reflejo de la no democracia africana o del
pasado de caudillaje latinoamericano. Los otros ejemplos que he mencionado son
o bien datos muy aislados, como los de España, o bien la expresión de profundos
cambios sociales y económicos, como en el caso del antiguo imperio soviético.
Pero no fue ése el caso de Venezuela, y de ahí su gravedad.
No se puede subestimar la importancia de los
34 años de democracia y de respeto a la Constitución en Venezuela. Ni tampoco
la relativa amplitud y apoyo, aunque segmentado, que consiguió el movimiento
insurgente. Y, sobre todo, no se deben menospreciar los valores en cuyo nombre
hablaron los insurgentes: la moralidad pública y la justicia social.
Que algo grave (por no parodiar a Hamlet)
está pasando en Venezuela es indiscutible. Sólo así se pueden comprender las
duras medidas adoptadas por un presidente como Carlos Andrés Pérez, que la
opinión pública mundial sabe que es demócrata y políticamente competente.
En estas circunstancias, los acontecimientos
de Venezuela son una advertencia para toda América Latina. La política de
ajuste económico, de reestructuración, o como se la quiera llamar, conduce al
desempleo, a la disminución de la renta de los asalariados y a enormes
dificultades para las empresas. Si dicho ajuste no se lleva a cabo con el
absoluto convencimiento de que el sacrificio no sólo es necesario, sino que, y
más importante, afectará más a los que más tienen, el malestar se apodera de la
sociedad.
Con esto no estoy justificando el golpe de
Estado en nombre de causas sociales. Ni tampoco digo que éste se base en
aquéllas. La economía venezolana creció en un 9% en 1991. Por tanto, se
consiguió que el país funcionara. Lo que intento es llamar la atención sobre
otra cosa: cuando empieza a generalizarse la creencia de que los de arriba se
están beneficiando del poder a costa del sacrificio de la mayoría, de que la
corrupción es sistemática y de que la ley es impotente a la hora de garantizar
la justicia, los fascistas disfrazados de Robin Hood y los salvadores de todo
tipo se animan a actuar.
Ya hace tiempo que Venezuela atravesó el
Rubicón de la dictadura y emprendió el crecimiento económico. Sin embargo, sus
dirigentes (como los demás dirigentes latinoamericanos) no deben decir:
"Vine, vi y vencí". La democracia necesita ser constantemente
valorizada y reconstruida. Es un trabajo de Sísifo. Tal vez el error de quien
creía imposible un golpe militar en Venezuela (así como en el resto de los
países latinoamericanos) haya sido el descuidar no sólo el pan para el pueblo,
sino también los símbolos de la decencia pública, una mayor participación de la
sociedad en las decisiones y, sobre todo, el que en sociedades tan desiguales
como las nuestras se puede llegar a un punto en el que la sensación de
injusticia provoque desatinos.
Ésta es la lección que tenemos que aprender
del infausto golpe intentado en Venezuela. Si incluso en ese país, que ya
cuenta con cierta tradición democrática, ha sido posible una tentativa de derrumbar
un Gobierno elegido por el pueblo, el riesgo de cuartelada, tanto mayor será
ese peligro para las novísimas democracias latinoamericanas. ¿Qué decir,
entonces, de los buenos comienzos de la democracia chilena, cuyas fuerzas
armadas tienen como jefe al ex 'dictador Pinochet?
Para superar esta amenaza constante sólo hay
una salida: una mejor distribución del pan, una democracia más real que amplíe
el número de los que son llamados a opinar acerca de las decisiones, y
moralidad pública. La América Latina de hoy en día sabe de sobra que, en
algunos países (Venezuela y Brasil entre ellos), los niveles de miseria de
algunos sectores específicos ya no se justifican por la pobreza del país, que
no es tanta. Ni por la explotación internacional. La miseria es fruto de la
incompetencia de los Gobiernos, de la falta de atención por parte de los
gobernantes, del egoísmo de los grupos privilegiados y de la corrupción que une
a empresarios y a políticos.
Carlos Andrés Pérez lo tiene todo para volver
a conquistar la confianza de su pueblo y de él se espera que siga siendo
ejemplo de demócrata. Para ello no tiene que volver al populismo. Basta con que
a los ajustes económicos mayorías las reformas necesarias, en beneficio de las
mayorías, mediante una política activa y competente.
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