Cuba o la fallida invención de la realidad




Jean-François Revel, el gran pensador francés, solía asegurar que la primera función de los gobiernos totalitarios era ocultar la realidad. Eso es cierto, pero el objetivo quizás es todavía más siniestro y complejo: construir y proyectar una falsa realidad en la que deben creer ciegamente todas las personas sujetas a su autoridad, so pena de recibir severos castigos si muestran alguna duda.
La expresión “aldea Potemkin” recoge una parte de esa prestidigitación política. En la segunda mitad del siglo XVIII, en época de Catalina II de Rusia, le encargaron al mariscal de campo Gregori Potemkin, amante y probablemente consorte de la emperatriz –nunca se ha precisado si hubo o no boda–, que modernizara y adecentara los miserables pueblos del interior del enorme país.
De acuerdo con una leyenda propagada por los alemanes y luego repetida por todo el mundo, el mariscal, que era una especie de Eusebio Leal ruso, como no disponía de muchos recursos, se dedicó a maquillar las aldeas, remozando algunas fachadas, para ocultar la verdadera miseria que aquejaba a los pobladores.
El objetivo era muy sencillo: demostrarle a la emperatriz su capacidad como funcionario competente y probar las bondades del imperio ruso en su trato benévolo con la población rural de la nación.
La verdad y la realidad no tenían ninguna importancia. Lo fundamental era la percepción. En este caso, la percepción de Catalina la Grande y de los pocos viajeros a los que la arisca corte rusa autorizaba a visitar el hermético país.
En el caso del totalitarismo cubano, ya ni siquiera se trata de construir una aldea modelo para confundir a los nativos (algo imposible después de 53 años de calamidades y desastres, donde Fidel reconoce que el sistema no funciona y Raúl admite que ni siquiera puede aportarle un vaso de leche a los niños mayores de siete años), sino de armar un enorme “Sofisma Potemkin” para defender lo indefendible con palabras y datos arbitrariamente elegidos o adulterados.
De esa indigna tarea se ocupa el Departamento Ideológico del Partido Comunista Cubano dirigido por un coronel del Ministerio del Interior llamado Rolando Alfonso Borges, con el auxilio del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos y el Departamento de Orientación Revolucionaria.
A la construcción del Sofisma Potemkin cubano se dedican directamente casi 500 agentes, a los que habría que agregar los millares de colaboradores que trabajan en las estaciones de radio, en los periódicos, en los blogs oficiales y extraoficiales, más numerosos estudiantes de la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI), verdaderos guerreros de Internet consagrados a denigrar a los adversarios y a difundir los mensajes del régimen.
¿Cuántas personas se emplean, pues, en las labores de maquillaje de la dictadura y en disfrazar y apuntalar la dura realidad cubana? Literalmente, son miles. Miles de ciudadanos improductivos, fabricantes de falacias y sofismas, que viven y medran del trabajo de sus compatriotas sin agregar absolutamente nada al bienestar colectivo.
¿Cuáles son las líneas maestras de sus constantes y enormes campañas de información, desinformación y deformación?
Sus mensajes están estructurados en torno a tres simples ejes:
•          Los enemigos del régimen son siempre unos canallas al servicio de la CIA que juzgan críticamente a la revolución porque les pagan para ello. Son anticubanos porque ellos, los comunistas, son Cuba. A partir de esa premisa, los empleados y colaboradores de los predios del coronel Rolando Alfonso Borges montan sus campañas de demolición de la reputación de sus adversarios.
•          La sociedad cubana, naturalmente, no es perfecta, pero es mejor que el resto del mundo porque los niños estudian y todos tienen acceso a la salud y a los deportes. Sería una sociedad mucho más próspera en el orden material si los pérfidos yanquis levantaran el criminal bloqueo.
•          El capitalismo, y especialmente Estados Unidos, ha creado un modelo injusto y egoísta en el que los ricos lo poseen todo mientras los pobres viven en medio de la violencia y la indigencia. Cuba no puede ni debe volver a ese salvaje modo de entender las relaciones entre la sociedad y el Estado.
¿Ha tenido éxito esa pertinaz campaña de propaganda y ataque que ya dura más de medio siglo? No, si se juzga ecuánime y asépticamente, como hace The Anholt-GfK Roper Nation Brand Index, una entidad dedicada a medir la percepción exterior de las naciones con arreglo a seis categorías:
Calidad que se le supone a su producción y exportaciones
•          Presumible competencia y eficiencia del gobierno
•          Aprecio por su cultura y tradiciones
•          Reputación general de las personas (el estereotipo nacional)
•          Interés turístico
•          Hospitalidad con los turistas o con los inmigrantes
De un total de 50 países escrutados en el 2011, por medio de más de 20, 000 entrevistas realizadas en 20 naciones desarrolladas y en vías de desarrollo, Cuba ocupa el lugar 44, junto a estados que proyectan imágenes detestables como Nigeria, Irán y Arabia Saudita. En cambio, los diez países mejor apreciados, en ese orden, son diez prósperas naciones capitalistas: Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Francia, Japón, Canadá, Italia, Australia, Suiza y Suecia.
Resultado nada sorprendente si recordamos que el Latinobarómetro, que año tras año escudriña y clasifica las percepciones de los hispanoamericanos, invariablemente coloca a los Castro y a Cuba a la cola de los líderes y naciones más admirados de hemisferio.
Incluso en un país como Venezuela, donde decenas de miles de internacionalistas cubanos alquilan sus servicios, un ochenta por ciento de la población (incluidos numerosos chavistas), una y otra vez asegura que no quiere para los venezolanos un sistema semejante al de Cuba.
¿Por qué ese rechazo generalizado? Para el círculo de poder dentro de Cuba, ésa es la consecuencia de la labor desestabilizadora de la CIA o de los enemigos del régimen, pero no es cierto.
En rigor, el principal enemigo del régimen es el propio estilo de gobierno castrista, con su histeria permanente, sus interminables marchas combatientes, sus carteles heroicos o amenazantes, su perpetua conflictividad contra Estados Unidos, España o cualquier país con el que haya el menor roce.
Fidel Castro, que siempre confundió la política con el barullo y el argumento sereno con el chillido, que nunca logró superar el violento guirigay adolescente de sus años universitarios, cuando protestaba apedreando autobuses, robándose símbolos patrios, como la campana de La Demajagua, o, más grave aún, ejerciendo de matón entre sus condiscípulos, logró comunicarle a su gobierno esa calenturienta temperatura de crisis y sobresalto, generando fuera de la Isla el natural repudio de las personas normales ante cualquier comportamiento escandaloso.
Es realmente asombroso que Fidel, Raúl y el círculo de poder que los rodea nunca se hayan hecho unas preguntas elementales: ¿por qué el gobierno cubano se comporta de una manera tan excéntrica y crispada? ¿Por qué las naciones exitosas y serias del planeta actúan de una forma distinta, sosegada, sin gritos, sin arrebatos patrioteros, sin desfiles en los que se gritan consignas idiotas? ¿No se dan cuenta (como tampoco lo advierte Hugo Chávez, otro pintoresco personaje) que ese clima de manicomio tropical puede despertar alguna curiosidad antropológica, pero nunca admiración genuina o deseos de emulación?
La percepción interior
¿Ocurre lo mismo dentro de Cuba? Quiero decir, ¿cómo perciben, realmente, los cubanos la situación del país y el estado en el que viven?
El aparato de propaganda castrista les propone algo insólito a sus súbditos: deben juzgar su realidad no por los síntomas objetivos de incomodidad y molestias que padecen u observan, sino por datos tan arbitrariamente seleccionados como el número de nacidos que sobreviven el primer año de vida, o por el hecho dichoso de que ya nadie muere de escorbuto o de poliomielitis en la tierra de José Martí.
Supongamos que eso es verdad, que en el país no hay dengue, y nadie fenece por desnutrición, ni siquiera la docena de ancianos que hace un par de años murieron nada menos que de frío en el mayor hospital de dementes de La Habana.
Admitamos que la Isla, en suma, exhibe una población robusta y saludable. ¿Es eso suficiente para juzgar el contorno de una realidad social y política?
¿Cuáles son los elementos que, realmente, determinan el juicio sobre la realidad social y política de cualquier país?
Evidentemente, como en la Pirámide de Abraham Maslow, en la base de las jerarquía de las necesidades humanas, y por ende en sus percepciones más vigorosas, están los cinco elementos fundamentales que le dan sentido y forma a nuestra convivencia:
•          La alimentación y el suministro de agua
•          La vivienda
•          Las comunicaciones
•          El transporte
•          La ropa
Si en Cuba la alimentación y el suministro de agua potable, o cualquier tipo de agua, son una pesadilla; si el propio gobierno admite que la mitad de las viviendas están en ruinas; si el objetivo de la policía política es escuchar clandestinamente los teléfonos, limitar el acceso a Internet y perseguir la tenencia de antenas parabólicas para que no se pueda ver la televisión internacional, porque su propósito es que los cubanos no viajen al extranjero, ni se comuniquen con el exterior, ni sepan lo que sucede en el mundo; si el transporte urbano o interprovincial es una tortura lenta, escasa, cruel, sudorosa y multitudinaria; si las gentes apenas pueden comprar zapatos, camisas o vestidos porque no hay, o porque no disponen de dinero, ¿puede sorprenderse alguien de que los cubanos piensen que el Estado impuesto por el castrismo y el raquítico aparato productivo que ha logrado segregar son una mayúscula calamidad?
Oponerse y criticar ese bodrio no es un acto contrarrevolucionario contra la patria, sino la reacción perfectamente racional y predecible de cualquier ser humano medianamente sensato ante un tipo de Estado minuciosamente torpe y empobrecedor que lo condena a la miseria sin esperanzas de redención.
Pero, en todo caso, ésas son carencias materiales ante las cuales el régimen, aún cuando a veces acepta su fracaso, propone una coartada espiritual para descargar responsabilidades: todas esas penurias, dicen sus voceros, son ciertas y en gran medida se deben al imperialismo yanqui, pero los cubanos, al contrario de las demás naciones del tercer mundo, especialmente las latinoamericanas, disponen de dignidad y ejercen fieramente su voluntad soberana.
Supuestamente, esas ventajas emocionales compensa los fracasos materiales.
En primer término, es difícil precisar en qué consiste la dignidad de una sociedad sometida a los caprichos de una clase dirigente que le dice lo que tiene que pensar, lo que puede leer, con quién puede reunirse, y si le autoriza o no a viajar al extranjero, como si los adultos cubanos fueran menores de edad, como no se cansa de denunciar Yoani Sánchez.
También es absurdo pensar qué tiene que ver la expresión soberana de todo un pueblo con una sociedad como la cubana, organizada en torno a un partido único sometido a la voluntad de un caudillo todopoderoso.
¿Se puede hablar de “soberanía popular” para describir una dinastía militar de carácter dictatorial controlada por una sola persona?
Pero concedamos, a los efectos del debate, que los cubanos son dignos y soberanos: ¿justifica el disfrute de esas emociones un estado de cosas tan atroz como la realidad material cubana?
Yo creo que no, pero aclaro que hay aspectos espirituales muy importantes para juzgar la calidad de vida de una sociedad, mas no son la supuesta dignidad y soberanía que la dictadura de los Castro le asigna a la realidad cubana, sino tres elementos totalmente ausentes de ese nefasto panorama:
•          Libertad. La libertad para tomar decisiones individuales sin la coacción del Estado, esto es, la libertad de elegir libremente cómo y dónde quiero vivir mi vida.
•          Movilidad social. Es decir, un clima cultural, educativo y económico que permita mejorar la calidad de vida sin necesidad de trepar por la estructura de un partido mediocre y sin ideas o reptar dentro de los límites siniestros del Ministerio del Interior, únicos destinos en los que se encuentra la posibilidad de hallar cierta prosperidad material.
•          Esperanzas. La certeza razonable de que la vida futura puede ser mucho mejor que la vida presente y superar con creces la que tuvieron los padres y abuelos.
 Ninguno de esos tres factores intangibles, elementos básicos para formular un juicio benévolo sobre la realidad social y política de cualquier país, milita a favor de la revolución cubana.
En Cuba no hay vestigios de libertad, no hay movilidad social y no hay esperanzas racionales de mejorar la calidad de vida, hágase lo que se haga, como han comprobado tres generaciones sucesivas de cubanos.
En definitiva: si los esenciales cinco factores materiales tangibles de la vida, y los tres intangibles, están totalmente ausentes, por mucha propaganda que el régimen haga jamás logrará convencer a la mayoría de los cubanos de las supuestas bondades de ese cruel disparate.
No obstante, el aparato de propaganda del régimen sí ha logrado anotarse una victoria. Aunque, corazón adentro, no ha sido capaz de persuadir a la sociedad de las virtudes de ese modelo, porque es palmaria e inocultablemente desastroso, ha conseguido, sin embargo, convencer a los cubanos, especialmente a los jóvenes, de que no hay más solución que emigrar, aunque sea a tierras injustas y violentas, como las capitalistas, porque en ellas es posible vivir de mejor manera que en Cuba.
En definitiva, no hay más victoria que ese miserable logro: han construido una sociedad de personas desilusionadas y cínicas que ya no creen en Cuba, en nada, ni en nadie. Ese es el triste legado de los Castro y de las huestes propagandísticas del coronel Rolando Alfonso Borges. Deberían vivir abochornados del inmenso daño que les han hecho a los cubanos.

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