Vaya por delante
lo siguiente: voy a referirme a un libro importante de José Ignacio Rasco. Es
importante por dos razones fundamentales:
Primero, Acuerdos,
desacuerdos y recuerdos, recién publicado por Ediciones Universal y
el Instituto Jacques Maritain de Cuba, describe, desde una perspectiva única,
un momento fundamental de la atormentada historia de la república cubana, el
fatídico bienio 1959-1960.
Segundo, aclara
algo que es tristemente interesante para los cubanos: como testigo que ha sido
de la historia contemporánea, y por su cercanía al personaje, Rasco establece
con cierta precisión y autoridad cuándo Fidel Castro suscribió las ideas
comunistas y se vinculó al PSP. Ese dato es importante para entender la
magnitud del engaño padecido por el pueblo cubano.
Antes de seguir,
es bueno aclarar que José Ignacio Rasco fue compañero y amigo de Fidel Castro
durante la adolescencia, época en que ambos estudiaron y practicaron deportes
en el Colegio Belén de los jesuitas, y luego coincidieron en la Universidad de
la Habana, donde estudiaron Derecho simultáneamente.
Rasco, que era mejor
estudiante y más disciplinado que Fidel, aunque no tenía la prodigiosa memoria
de su condiscípulo, además, agregó Filosofía y Letras a su currículo
profesional.
En definitiva, Acuerdos,
desacuerdos y recuerdos encapsula muy eficazmente la vida del autor.
Es breve, porque no se trata de una muestra extensa de su obra como
conferenciante, ensayista y articulista, sino es la parca selección de algunos
textos dejan constancia de la creación en Cuba del Movimiento Demócrata
Cristiano, y luego una larga y reveladora entrevista que le hizo la profesora e
investigadora Silvia Pedraza.
El libro, dedicado
por Rasco a la inolvidable Estela Pascual, su mujer de toda la vida, una
persona inteligente, agradable y risueña como pocas, lamentablemente fallecida,
lleva unas exactas palabras preliminares en las que Uva de Aragón retrata a
vuelapluma la vida cívica de José Ignacio, sin otro objeto que aportarle al
lector un marco de referencia para que entienda quién es el autor y qué
importancia tiene para los cubanos. La propia Uva, en gran medida, puede
considerarse una excelente discípula de José Ignacio.
La Democracia
Cristiana
En 1959, el
triunfo de la revolución cubana trajo aparejada la demolición del sistema de
partidos surgido tras la revolución del 33. Si la caída de Machado significó el
severo debilitamiento de liberales y conservadores, la de Batista liquidó a
ortodoxos, auténticos y, por supuesto, todo el entorno del pequeño y artificial
Partido de Acción Unitaria (PAU) creado por el dictador para agrupar a sus seguidores
y gobernar con cierta pátina de civilidad.
¿Qué se avizoraba
entonces en el panorama político cubano? José Ignacio Rasco pensó, con muy
buenas razones, que era el momento de sacar a Cuba de la dinámica partidista
local e integrarla dentro de las coordenadas ideológicas vigentes en las zonas
más desarrolladas y prósperas del planeta.
Suele olvidarse
que la globalización política, iniciada con los movimientos anarquistas y
socialistas en el siglo XIX, en los que Marx jugó un papel destacado, precedió
con bastante antelación a la económica.
Para Rasco,
católico ferviente y resuelto partidario de la justicia social, el aggiornamento de
la política cubana estaba en la Democracia Cristiana, una corriente ideológica
que triunfaba en la Alemania de Konrad Adenauer y en la Italia de Alcide De
Gasperi, con el auxilio de dos extraordinarios economistas liberales de la
postguerra: el alemán Ludwig Erhard y el italiano Luigi Einaudi.
Para Rasco, era evidente que la solución de los problemas económicos y políticos de Cuba no podían hallarse en el comunismo tiránico preconizado por la Unión Soviética, hecho de calabozos y paredones, absolutamente ineficaz como generador de riquezas, ni tampoco en la vieja cultura revolucionaria cubana surgida de la revolución del 33, siempre pendiente de que la felicidad llegara de la mano de hombres de acción iluminados por las buenas intenciones y no por el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas.
Para Rasco, era evidente que la solución de los problemas económicos y políticos de Cuba no podían hallarse en el comunismo tiránico preconizado por la Unión Soviética, hecho de calabozos y paredones, absolutamente ineficaz como generador de riquezas, ni tampoco en la vieja cultura revolucionaria cubana surgida de la revolución del 33, siempre pendiente de que la felicidad llegara de la mano de hombres de acción iluminados por las buenas intenciones y no por el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas.
Había que
modernizar la mentalidad política de los cubanos, y esto significaba revivir
los valores republicanos del respeto por la división de los poderes públicos y,
en definitiva, por el Estado de Derecho, junto a una genuina preocupación por
el destino de los más necesitados, objetivos que, según Rasco, podían cumplirse
dentro de la Doctrina Social de la Iglesia.
La Democracia
Cristiana, además, comenzaba a fructificar en América, con líderes como Rafael
Caldera en Venezuela y Eduardo Frey en Chile. 1959 parecía ser un momento ideal
para el surgimiento de esta tendencia en Cuba.
No obstante, había
un obstáculo fundamental: Fidel Castro era en ese momento el líder indiscutible
de los cubanos y Rasco, que lo conocía profundamente, tenía muy buenas razones
para creer que su excompañero de estudios había sido seducido por las ideas
comunistas y se preparaba para crear una dictadura colectivista de partido
único, patrullada sin misericordia por la policía política, como las que se
habían desarrollado y enquistado en Europa tras el fin de la Segunda Guerra
mundial.
Fidel Castro
comunista
Cuando Silvia
Pedraza le pregunta a Rasco cuál era la ideología de Fidel en sus años
universitarios, éste le responde, sin vacilación, que en esa época Castro ya
vivía deslumbrado con el comunismo, convencido de que en el ensayo Qué hacer de
Lenin estaba el camino más corto hacia el poder. En esos años formativos,
parece que Fidel había tomado unos cursillos breves de marxismo en las oficinas
que tenía el PSP en la calle Prado.
A lo largo de los
años he escuchado otros testimonios parecidos que corroboran la información que
brinda Rasco.
Bernardo Martínez
Niebla, ya fallecido, exmiembro del Comité de Dirección del PSP en La Habana en
aquellos años, también amigo de Fidel en esa época, luego exiliado en Miami,
contaba exactamente lo mismo. Fidel había tomado uno de esos cursillos de
iniciación que ofrecía el Partido. Algo que hoy llamaríamos, como la famosa
serie de libros: Marxismo para idiotas.
Mi primo José de
Jesús Ginjauma Montaner, “Pepe Jesús”, uno de los jefes de la UIR cuando Fidel
era miembro de esa organización (a quien siempre le agradeceré que me
escondiera cuando me escapé de la cárcel), solía contarme las agrias
discusiones que tenía con Fidel por las simpatías de éste con el comunismo a
fines de los años cuarenta. Pepe Jesús era anarquista.
No obstante,
quizás la historia más sorprendente y directa que he escuchado era la que
contaba el Dr. Rolando Amador, también abogado y compañero de estudios de
Fidel, pero su reverso intelectual: era inmensamente serio y erudito.
Amador, por
amistad y compañerismo, en 1950 accedió a encerrarse en un hotel con Fidel para
ayudarlo a repasar las asignaturas finales de la carrera, dado que éste, más
dedicado a la política que a los estudios, se había descuidado y debía
presentarlas por libre.
Estando en el
hotel, presenció la llegada de una delegación del PSP, presidida por Luis Mas
Martín, un destacado miembro del PSP que años más tarde se alzó en Sierra
Maestra. Los camaradas venían a notificarle a Fidel que había sido aceptado en
el Partido.
Cuando se marchó
la delegación, Amador le preguntó si era comunista y Fidel le contó que se
sentía marxista desde que leyó el Manifiesto Comunista en los primeros años de
la Universidad.
Años más tarde, en 1968, Fidel le diría a Saúl Landau, un cineasta simpatizante del régimen, exactamente lo mismo, y le agregaría que luego se hizo leninista.
Años más tarde, en 1968, Fidel le diría a Saúl Landau, un cineasta simpatizante del régimen, exactamente lo mismo, y le agregaría que luego se hizo leninista.
Yndamiro Restano,
por su parte, hijo de un cuadro importante del PSP que llevaba su mismo nombre,
y militante él mismo en su juventud, aunque luego rompió con el Partido, aporta
un dato ciertamente relevante: no sólo Fidel tenía una estrecha vinculación con
el PSP, al menos desde principios de los años cincuenta, antes del ataque al
Moncada, sino que el KGB no fue ajeno a la revolución cubana y se mantuvo, en
la sombra, auxiliando al joven criptocomunista.
De acuerdo con su
relato, cuatro camaradas del PSP eran, al mismo tiempo, oficiales del KGB
formados en la URSS y al servicio de ésta: Osvaldo Sánchez, el exoficial de la
república española Francisco Ciutat, casado con una rusa, Wilfredo Velázquez
(“el compañero José”) y Joaquín Ordoqui. El quinto miembro de la conspiración
era Aníbal Escalante, pero éste no pertenecía al KGB.
En su momento, a
principio de los años sesenta, Salvador Díaz Versón, un periodista
anticomunista, priísta, que debió exiliarse después del golpe de Batista en
1952, aseguraba, y lo hizo ante una subcomisión del Congreso de Estados Unidos,
que los lazos entre Fidel y Moscú eran, incluso, previos, y databan de 1943,
cuando la embajada rusa en Cuba comenzó a fomentar la revolución.
Lo problemático de
esa fecha es que Fidel entonces tenía 17 años, estaba interno en el colegio
Belén, y es difícil pensar que ya tenía ese tipo de vínculos.
Otro elemento más
persuasivo del relato de Díaz Versón, quien llevaba un registro, según él, de
250,000 comunistas latinoamericanos, entre los que estaban muchos cubanos
(registro que fue intervenido y destruido por la fuerza pública en enero de
1959), es el que describe cómo el PSP, en vista de su escaso peso político
nacional, en torno al cinco por ciento, practicaba el entrismo
en otras fuerzas políticas para dominarlas desde dentro.
Así las cosas,
Fidel habría entrado
al Partido Ortodoxo de acuerdo con el PSP, mientras Raúl, su hermano, habría
quedado dentro de la Juventud del PSP a cara descubierta.
En realidad, esa
distribución de roles tenía sentido estratégico. Alguien como Raúl, tan
subordinado intelectual y emocionalmente a su hermano mayor, difícilmente
habría tomado un camino diferente al de Fidel, a menos que estuvieran de
acuerdo.
Dentro de este
esquema, Fidel tendría puesto un pie en la ortodoxia y otro en el comunismo por
medio de su hermano.
Esto no quiere
decir que Fidel fuera un comunista disciplinado que seguía las instrucciones
del Partido, sino alguien convencido del valor de las ideas de Marx y,
simultáneamente, de la utilidad que tenía el PSP para sí mismo y para sus
planes de convertirse en “el Jefe”.
En todo caso, la
forma vertiginosa en que Fidel, Raúl, el Che, Antonio Núñez Jiménez y otros
pocos comunistas lograron transformar a Cuba en una dictadura colectivista,
indica que sí existía un plan preconcebido.
Mientras Fidel,
una y otra vez a lo largo de 1959, negaba que fuera comunista, le entregaba el
control de la represión, de los órganos de inteligencia y del ejército a los
camaradas cubanos del KGB, con Osvaldo Sánchez a la cabeza.
El poder real
estaba ahí, no en la gerencia del aparato de gobierno. Resultado: en 18 meses
la Isla estaba en el puño de Fidel por medio de sus ocultos camaradas del PSP.
Pero estaba en su
puño, no en el del Partido. Poco tiempo después, cuando parte de la dirección
del PSP retó su autoridad, barrió con los principales cabecillas y decretó que
una microfracción había intentado traicionar a la revolución.
Ahí quedó claro
quién servía a quién. Para Fidel, sin dejar de ser comunista, el PSP, la URSS y
el KGB eran los instrumentos para conquistar su gloria personal, no para
gobernar colegiadamente dentro de la camisa de fuerza de un Partido.
En fin: este libro
de Rasco vuelve a abrir un debate que tiene más de medio siglo.
Hace muchos años,
cuando yo era un adolescente y me enfrentaba a la entronización de la dictadura
comunista en Cuba, pensaba que Fidel Castro había “caído” en la ideología
comunista por la propia dinámica de la lucha por implantar su poder personal
frente a Estados Unidos y a otros grupos revolucionarios democráticos.
Probablemente yo
estaba equivocado. No hubo improvisación. Hubo engaño, premeditación y
alevosía.
Al menos esta vez
las teorías conspirativas eran ciertas. José Ignacio Rasco fue uno de los
primeros que lo reveló y ahora lo reitera. Hay que tomarlo muy en serio. Sabe
lo que dice. Siempre lo ha sabido.
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