El llamado al recinto que representa
la democracia debería de ser un hecho trascendente. En tal instancia el
gobierno debería explicar respetuosamente sus motivos, trasfondos y resultados,
y la oposición pedir respuestas razonables y proponer alternativas si fuera del
caso. Así es el “deber ser” de la dialéctica política en general, y muy
particularmente el de las relaciones parlamentarias, en una República que se
precie de tal.
Sin embargo, a veces los electores
perdemos de vista la importancia del sistema mismo en que vivimos, y fomentamos
circunstancias que suelen pervertir las cosas… como las mayorías absolutas.
Cuando una mayoría absoluta se
conjuga con cierta cuota de soberbia, cada debate, cada llamada a sala, cada
interpelación, se transforma en la burla de un combate inerte, inevitable pero sin consecuencias positivas,
ni políticas , ni de cambios reales, tangibles. Al gobierno sólo le importa
convalidar el circo, y al opsitor sólo le queda el indicio de un poder inocuo,
la pequeña imagen de responder a un rol.
Poco importa lo que se diga, cuando la única consecuencia es el
cansancio de hablar y hablar… La mayoría absoluta se ha transformado en
hegemonía pura, en dominio absoluto de la política, en el poder por el poder
mismo…
Es natural defender lo que se cree y
piensa, así como natural es buscar convencer al otro si la realidad muestra que
el camino es errado. Pero cuando el que gobierna cuenta poder absoluto que lo
validar por sí solo, y en su error o su acierto se hace firme, ninguna opción
puede ser considerada o admitida; el profeta se ha vuelto rey. El poder
hegemónico tiene esa cosa irresistible que termina por infectar a cualquier
grupo humano… a cualquier persona…
Así terminamos en el eterno círculo
de mareos constantes y peleas políticas estériles; ahí la única destreza es la
de ser mayoría absoluta, y todo lo demás se convierte en metáfora de gestión.
El problema real del gobierno es que
no puede romper, ante sí mismo, el hechizo del poder. La aceptación de un error
le significa, en su mediocridad, la caída del poder. La fantasía necesita
entonces de elecciones tras elecciones de mayoría absoluta, y con ello mayores
dosis de autoritarismo…
Cuando la política se torna una
batalla entre quien tienen la razón y quien no la tiene y no hay alguien que
ceda, el pueblo empuja un carro de sobrevivencía mientras los actores políticos
no tienen más sentido que el de la propia fantasía de manejo del poder…
En el fondo, el partido que hoy
gobierna está dispuesto a no cambiar nada, porque se niega a reconocer el
efecto depredador del poder de la mayoría absoluta, y por sobre todas las cosas
se niega a arriesgarlo.
Esto es lo que pasa cuando falta
Batllismo.
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