Hace 18 años, en pleno centro de
Buenos Aires, un coche bomba explotó en la sede de la AMIA, una prestigiosa
entidad judía de acción social. Murieron 85 personas y quedaron heridas 300
más. En la misma capital argentina,dos años antes, en 1992, había volado la
Embajada de Israel y 29 fueron los muertos.
La investigación de la justicia
argentina ha individualizado como responsables a agentes de origen iraní, con
algunas obvias conexiones locales. Las extradiciones de los sospechosos no han
sido concedidas y, en consecuencia, persiste la oscuridad sobre el terrible
atentado.
Como suele ocurrir, en su momento se
pretendieron dar explicaciones políticas: que era una represalia porque el
presidente Menem no había cumplido los compromisos asumidos con sus amigos de
Oriente o que la numerosa colectividad judía argentina representaba un fuerte
bastión proisraelí o análogas argucias retóricas.
Pese a todo, siempre surgen dudas
sobre el sentido de las conmemoraciones. Hasta qué punto es una memoria
“obligada”, como dice Paul Ricœr, y en qué momento podemos incurrir en un abuso
de la memoria, cuando ella se desliza hacia los tiempos contemporáneos.
Con ese espíritu nos encontrábamos
en Buenos Aires, asistiendo a unas ceremonias de recordación, cuando ocurrió el
atentado de Bulgaria, en el que un grupo de turistas israelíes fue asesinado
por un comando terrorista. Toda meditación dejaba de tener sentido. Se volvía a
evocar el dramático ataque a las Torres Gemelas en 2001, el del 11-M de Madrid,
tres años después, y el de Londres, más tarde. En esos casos mediaron también
intentos de explicación política: que George W. Bush, que José María Aznar...
Ya en el caso de Londres fue aún más
difícil argumentar así, porque los responsables eran ciudadanos británicos, con
iguales derechos que cualquier otro de su condición, hijos de paquistaníes,
fanatizados en los lugares de prédica del odio racista.
Con frecuencia se invoca la
situación palestina como explicación de una acción terrorista que va mucho más
allá de este debate. Basta escuchar al presidente iraní, negando el Holocausto
judío o proponiendo borrar del mapa a Israel, para entender que son pretextos
para encubrir un fanatismo religioso que postula el genocidio.
No es cierto, tampoco, que el
problema sea el sionismo y no el antisemitismo, según es de uso invocar en los
últimos tiempos. Son dos caras de la misma moneda: uno niega el derecho a la
existencia del individuo, el otro rechaza el derecho de un pueblo a existir y
convivir en una comunidad internacional.
Es verdad que los Gobiernos
israelíes han cometido errores, como toda estructura política, ¿pero ellos
justifican acciones terroristas de dimensión universal, como las que han
ocurrido a lo largo del mundo, tomando de rehenes a seres humanos ajenos a toda
la disputa?
Nunca deja de asombrar que
ciudadanos que se sienten progresistas, se dejen arrastrar tan fácilmente a
esos remedos de explicación que apenas se detienen en el límite de la
complicidad con la violencia. Bien lo sabe Occidente, que practicó en su tiempo
la guerra santa y solo pudo superarla cuando el pensamiento y la acción
política alcanzaron a los ámbitos de la formación ciudadana, con una filosofía
de libertad de conciencia y respeto a la opinión ajena.
También lo sabe España, víctima del
terrorismo nacionalista de ETA. Lo sabe porque ha tenido que lidiar con muchas
incomprensiones internacionales, provenientes a veces de sectores que se sienten
obligados a acompañar al revolucionario contra el orden establecido.
En el caso del pueblo judío, ni
siquiera se puede invocar la bandera nacionalista, porque la propuesta fanática
es su destrucción universal. Así lo propuso el nazismo y así lo postulan
quienes, como Ahmadineyad, niegan hasta el Holocausto, justificando así la
persecución más allá de cualquier frontera.
En ocasión de la conmemoración del
episodio de la AMIA, en Buenos Aires, un grupo parlamentario latinoamericano de
amplio espectro ideológico, lanzó una declaración de condena al terrorismo y
afirmó el compromiso de seguir propiciando legislaciones preventivas de la
discriminación y el odio raciales. Es un pequeño paso para que —desde diversos
ángulos ideológicos— se comprenda que el terrorismo fundamentalista es enemigo
de todas las libertades y que no hay pretexto válido para su ejercicio. Un
mensaje que ojalá llegue a los templos y escuelas donde sigue viva la raíz del
mal.
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