Lo probable es que la destitución del ex
presidente paraguayo Fernando Lugo sea irreversible. El chavismo carece de
razones y fuerza para reponerlo en el poder. Los cinco mandatarios del Alba
podrán desgañitarse gritando y amenazando, incluso acompañados por Mercosur y
algún otro engendro diplomático, pero es muy difícil que esas protestas tengan
éxito. Es sólo pataleo.
No hay duda de que la letra de la
Constitución paraguaya de 1992 legitima y ampara lo sucedido. Tampoco de que el
juicio fue demasiado expedito, pero la ley no establece el tiempo que debe
durar el pleito. El artículo 225 dice, simplemente, que las dos terceras partes
del Congreso pueden pedir el enjuiciamiento político del Presidente, y las dos
terceras parte del Senado, tras escuchar los alegatos en pro y en contra, tienen
la potestad de expulsarlo del poder por gobernar indebidamente.
¿Por qué, si el asunto es tan claro, algunos
gobernantes demócratas, como el colombiano Juan Manuel Santos y el chileno
Sebastián Piñera, reaccionaron con cierta sorprendente vehemencia contra una
decisión soberana del Senado paraguayo, perfectamente ajustada a Derecho?
Hay tres razones.
La primera, es que a los presidentes les pone
muy nerviosos que se expulse del poder a un colega, ya sea por las buenas o por
las malas. Existe el muy humano temor al contagio. Hablar de impeachment a
cualquier presidente es mencionar la soga en casa del ahorcado.
La segunda, es que Fernando Lugo es una
persona agradable y amistosa con quien se reunían frecuentemente en cumbres o
visitas bilaterales. En esos encuentros se crean vínculos afectivos que
trascienden los lazos oficiales. No estaban respaldando al presidente
extranjero víctima de una arbitrariedad, sino al amiguete en desgracia. Dentro
de los valores de la cultura iberoamericana la lealtad personal tiene tanto
peso como los argumentos jurídicos.
La tercera razón es la consecuencia de la
intimidación mediática del chavismo. La capacidad de la izquierda carnívora
para desacreditar a sus adversarios es temible. Ningún político quiere ser
acusado de “fascista o golpista al servicio del Imperio”. Es mucho más seguro
posar de “progre”.
Al chavismo todavía le quedaba la “carta
brasilera” para tratar de desestabilizar al nuevo gobierno paraguayo del Dr.
Federico Franco –un joven y prestigioso médico vinculado al viejo partido de
los liberales–, pero parece que la presidente Dilma Rousseff no se dejará
arrastrar en esa peligrosa dirección y limitará sus quejas al ámbito retórico.
Es natural. Los brasileros hace unos años
vivieron algo parecido cuando expulsaron del poder al presidente Collor de
Mello. Por otra parte, Brasil y Paraguay comparten intereses comunes en la
enorme central hidroeléctrica de Itaipú –una de las mayores usinas del
planeta–, mientras hay un grupo importante de inversionistas brasileros instalados
en el país vecino. Carece de sentido poner en riesgo esos valiosos vínculos por
defender una causa injusta y, sobre todo, perdida.
¿Cómo juzgará la historia al ex presidente
Fernando Lugo? A mi juicio, de manera benévola. Pese a su simpatía por los
disparates de la Teología de la Liberación, no fue un gobernante extremista, ni
afilió a su país al coro delirante del chavismo, ni nadie lo ha acusado con
pruebas de actos de corrupción. Además, abandonó el poder pidiendo hidalgamente
que no se le apliquen sanciones económicas a su país porque eso afectaría a los
paraguayos más pobres. Eso lo honra.
Si Lugo es culpable de algo, no obstante, es
de una absoluta falta de instinto político. Es inconcebible que un mandatario
cuya popularidad apenas rozaba el 30%, sabedor de que ninguno de los grandes
partidos del país lo respaldaba, no hubiera cuidado al aliado que lo llevó al
poder, el Partido Liberal Radical Auténtico. Lugo se enemistó con todos, y
todos, en su momento, le pasaron la cuenta. No entendió que gobernar en
democracia es negociar y forjar consensos. Le faltó cintura política.
Le sobró, en cambio, la otra cintura. Sus
mayores faltas pertenecen al ámbito privado, no por haber violado el voto de
castidad –una extraña limitación genital que sólo le afectaba a él y
escandalizaba a sus correligionarios–, sino por la censurable conducta de no
haberle hecho frente responsablemente a un par de casos en los que sus amoríos
tuvieron consecuencias. Eso no se hace, especialmente en un país en el que los
hogares monoparentales son sinónimo de pobreza. Es algo muy feo.
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