En la política, como en la vida
misma, conviven aquellos que tienen convicciones y deciden defenderlas a capa y
espada con los otros, esos que van construyendo sus creencias según para donde
soplen los vientos, haciendo una apología del pragmatismo y fabricando una
ideología a su medida para poder ser fundadores de algo.
Se pueden seguir principios
apropiados o erróneos, disponer de paradigmas que puedan guiar hacia lo
adecuado o simplemente ser empujados al disparate irremediablemente. Acertar o
fallar, de eso se trata.
Pero en realidad eso tampoco importa
demasiado. En todo caso lo que tiene algún valor es tener convicciones y luchar
por ellas, sostenerlas con honestidad intelectual, permitirse mejorarlas y
ajustarlas a cada paso.
Pero una extraña casta viene
avanzando en las últimas décadas, bajo el paraguas de la desaparición de las
ideologías. Ellos se sienten incómodos con esto de referenciarse en pensadores
que descubrieron ideas y las desarrollaron. Prefieren creer en sus propias
miradas, ser originales y creadores de
una nueva corriente de pensamiento que permita que el próximo “ismo” lleve su
apellido.
Tienen ideas aisladas y convierten
esas visiones en matrices cerradas, en dogmas a respetar, en consignas que no
merecen ser cuestionadas.
Como se trata de expresiones
sueltas, que mezclan lemas nacionalistas, con pretendidas ideas de modernidad y
un discurso pseudo intelectual que deslumbra a las masas, caen en permanentes
contradicciones.
Pero lo patético de todo esto, es
que su soberbia, el desprecio por la inteligencia ajena y una arrogancia, que
se hace cada vez más evidente, los conduce por un sendero que no parece tener
retorno.
Desandar sus propios caminos, los
obligaría a reconocer errores, y asumir que aquello que defendieron con tanto
ahínco no era lo correcto.
Su orgullo les impide dar marcha
atrás. Han quedado atrapados en su propio discurso. Lo que han afirmado, lo han
hecho de tal modo que serían incapaces de pedir ayuda, de tomar una idea ajena
y hacerla propia, por temor a perder esa exclusividad en su impronta. Necesitan
ajustarse a sus liturgias y seguir al pie de la letra su doctrina, más que
resolver problemas.
Intentan engañar a muchos, pero en
ese juego terminan también convenciéndose a sí mismos de que son brillantes,
ingeniosos y audaces. No toman nota de que su esquema argumental es pobre, se
apoya en pocas ideas y cualquier cuestionamiento los deja sin explicación. Allí
es cuando apelan a lugares comunes, slogans o simples frases hechas que se
ocupan de denostar a su oponente, enrostrarle supuestos fracasos del pasado,
ensuciarlos de modo personal para debilitar al que los critica.
No tienen argumentos suficientes
para debatir, ni para sostener sus propias visiones, solo les queda el
panfleto, la chicana, el atajo fácil y el discurso ambiguo y lineal.
Por eso, cuando se enfrentan con
problemas importantes, no tienen soluciones. O bien la tienen a mano, pero como
no las mencionaron sus partidarios sino otra gente, habitualmente catalogada
como enemiga, antipatriótica, servil a los intereses foráneos, y cuanta
estigmatización se pueda construir, pues entonces esas opciones deben ser
descartadas automáticamente.
Han dicho muchas cosas, demasiadas
tal vez. Son esclavos de sus palabras y se ven en el dilema de asumir que
equivocaron sus discursos, y pedir disculpas, asumiendo que fallaron, o bien
pedir ayuda a otros sectores para que les faciliten las recetas y los hombres
para implementar otras variantes, habida cuenta de su imposibilidad de
resolverlos.
Por eso fracasarán, porque la
altanería y la petulancia, nunca llegan a buen puerto. Porque ningún individuo
o grupos de personas, tiene la obligación de disponer de “todas” las
respuestas, porque los seres humanos somos eso, humanos, imperfectos nos
equivocamos y acertamos, y no tenemos razón siempre, sino solo algunas pocas
veces.
La actitud engreída y vanidosa no
puede ser buena consejera. Un poco de humildad no puede destruir a nadie que se
considere grande, salvo que en el fondo un gran complejo de inferioridad
explique lo que está pasando.
Cuando se construye con falacias, no
se puede esperar otra cosa que un final poco feliz. Mas tarde o más temprano la
historia se descubre y lo que era falso sale a la luz.
Un poco de modestia, un reconocimiento
de ciertos errores, que ya son evidentes, podría encauzar las cosas hacia la
sensatez, la convivencia y la armonía, para dejar atrás la confrontación y los
tropiezos constantes. Por ahora eso no sucede, porque ellos prefieren seguir
siendo prisioneros de sus sofismas.
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