El reciente intento expropiador de YPF por parte de
Argentina, es un nuevo capítulo de una vieja novela. Sabido es que los
gobiernos parecen especializarse en esto de saquear a quienes disponen de
recursos. Nada nuevo bajo el sol, solo renovadas formas, de perpetrar su
enfermiza predilección por lo ajeno.
Esta epidémica actitud, contagiosa por cierto, se
combina con una virulenta disposición para modificar las reglas de juego a su
paso, haciendo gala de una impunidad a prueba de todo, de una vocación
autoritaria que no teme alterar ningún criterio, para ganar siempre, del modo
que sea, sin principios ni valores, con el solo objetivo de conseguir el botín
del momento.
Después de todo, el Estado ha hecho una gimnasia
permanente de esto de quedarse con lo que otros producen, con el esfuerzo y los
méritos de los demás. Poco podemos sorprendernos frente a ello.
Lo paradigmático de este fenómeno, es el
espectacular mecanismo que hace que los ciudadanos de a pie, esos que son
esquilmados a diario por el mismo Estado, se presten tan servilmente a una
estrategia que va por más.
Sobre todo porque quienes lo recitan, esos que
habitan el mismo espacio, apoyan dócilmente medidas ridículas, de expropiación,
confiscación y robo institucional, solo porque se trata de las posesiones de
otros.
Si el propósito de la expropiación fueran sus
propias pertenencias, seguramente sus opiniones se modificarían rápidamente y
considerarían que estamos frente a un acto de vandalismo inaceptable.
Pero claro se trata de la actividad de otro, de los
bienes de personas distintas, y los aplausos se multiplican mucho más, cuando
el blanco del pillaje son individuos o empresas extranjeras.
La xenofobia más básica brota con furor para hacer
de las suyas. Un sentimiento abominable, además de inconstitucional, pero
fundamentalmente despreciable e inmoral se suma a esta andanada de actitudes
hostiles contra los que disponen de bienes.
No puede llamar mucho la atención. Los gobiernos
conocen estas pasiones nacionalistas y apelan a un patrioterismo tan elemental,
y a una renovada y perversa utilización semántica, que les permite arrear
voluntades con solo agitar banderas nacionales y movilizar lo peor de las personas.
Despiertan ese costado que desprecia a los demás
solo porque nacieron en otro lugar, olvidando muchas veces sus propias raíces e
ignorando que muchos de ellos provienen de otras culturas, con antecesores que
vinieron desde otras naciones a su país, para dar lo mejor de sí mismos.
Ya sabemos que esto de la soberanía no es más que
un apelativo sensiblero para emocionar a incautos, que siguen creyendo que se
recuperaron recursos que nunca dejaron de ser del Estado. En un país plagado de
normativas estatistas, el sector público conserva su propiedad y solo
concesiona su explotación.
Seguir insistiendo con argumentos que nos hablan de
inversiones que no vendrán, con la
inseguridad jurídica o los efectos de corto plazo, es como conceder a la idea
de que el saqueo puede ser justificado de algún modo.
No es necesario explicar acerca del daño que estas
decisiones producen. Aun si no las generaran seguiría siendo una medida cuasi
delictual.
NUNCA quedarse con la propiedad de otro, puede
tener un costado aceptable. Mucho menos con los falaces argumentos desplegados
por esta caterva de oportunistas, que cambian de visión según para donde sopla
el viento de sus necesidades pecuniarias más mundanas, haciendo alarde de una
absoluta falta de escrúpulos, que tampoco asombra.
No es menos cierto por ello, que muchas de las
empresas sujetas a esta modalidad expropiatoria, conocen en detalle el esquema
vigente. Ellos ingresaron al negocio, bajo oscuras modalidades, con escasa
transparencia, y con favores que estos mismos interlocutores le hicieron tantas
veces para ampliar sus fronteras económicas.
Lejos están algunas de estas rentables actividades
de ser el paradigma del mercado, la competencia y el triunfo de los más
eficientes. Muchos de ellos son especialistas en obtener prebendas y
privilegios estatales, donde sea, y esto que ocurrió, está en sus agendas pese
a su sobreactuado desconcierto.
Lo de ellos pasa hoy simplemente por negociar bien
la compensación que reclaman por esta expropiación, no más que eso. Invertir en
países hostiles al capital como los nuestros, supone justamente arriesgarse a
las consecuencias repentinas de estas predecibles aventuras populistas.
Pero eso tampoco justifica apropiarse de sus
bienes. Una inmoralidad nunca se justifica con otra.
Claramente somos una sociedad hipócrita, que abusa
de sus contradicciones, que milita en esto del insostenible y escandaloso doble
estándar que justifica expropiaciones a extranjeros en su país, pero que
rechazaría de plano cualquier intento similar de una nación foránea.
Esta típica ambigüedad ideológica que detentamos
tan ostensiblemente, es la que muestra que nos enojamos con los que vienen a
invertir y pretenden obtener lucro para llevarse las utilidades a su país de
origen. La contracara es que raramente nos sonrojamos con la ganancia propia y
nos ofenderíamos si nos impidieran traer a nuestra tierra el fruto del esfuerzo
de nuestras empresas que invierten y producen en el exterior.
La picardía está a la orden del día. Un gobierno de
saqueadores, plenamente consistente con una sociedad incoherente, cegada por
sus rencores y odios, deseosa de plasmar sus revanchas y venganzas, repleta de
envidia, que le impide entender que solo se crece genuinamente produciendo,
generando confianza, con alianzas y no con represalias, robos y confrontación
endémica.
Lamentablemente, en vez de dedicarnos a producir
riquezas y combatir la pobreza con ingenio y perseverancia, hemos optado por el
patético sendero de la apropiación, bajo la constante inspiración de una
sagacidad indecente.
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