Recorrer
nuestra ciudad capital y en particular el centro de Montevideo, en compañía de
amigos que nos visitan desde otras latitudes, o simplemente en tren de conocer
y admirar, siempre ha sido motivo de orgullo, que hace a la contemplación de la
estupenda colección de edificios que la componen.
Entendemos
que, conocerlos, ayuda a fortalecer el sentido de pertenencia a la ciudad en la
que vivimos y con ello, se acrecienta el respeto por las obras que supieron
construir nuestros mayores, en la búsqueda de la perfecta armonía, tanto
estética como funcional; incluso, en la
transmisión de valores.
Este
acervo arquitectónico (que se conserva gracias al esfuerzo y dedicación de sus
propietarios más que a estímulos de una cada vez más ausente administración
municipal) engalana nuestro pequeño circuito y nos permite advertir esplendores
de otras épocas y reconocer con asombro, en nuestra caminata, las técnicas de
aquellos artesanos –verdaderos artistas- que en las distintas áreas de sus
oficios, (herreros, carpinteros, vitralistas, yeseros, pintores, escultores,
por nombrar algunos) apostaron por la calidad, la utilización de nobles
materiales y las finas terminaciones.
Claro que
este ejercicio, saludable en si mismo y alejado de la barbarie a que hacía
referencia Angel Ganivet, cuando sentenciaba sobre “la incapacidad de
contemplar en los tiempos modernos”, hoy puede resultar peligroso.
Al mal estado de muchas veredas, se suman como
fuera de guión: los carros de los hurgadores o “clasificadores de residuos
domiciliarios” –como eufemísticamente se los denomina, pretendiendo no advertir
su patética estampa con palabras que intentan intelectualizar o tal vez
esconder, su durísima realidad socio-cultural cotidiana-; la latente
posibilidad de una rapiña o arrebato; la falta de recolección puntual de los
residuos, así como la ubicación de los contenedores hacen cuando menos,
riesgoso el paseo.
¡Si habrá
que estar atentos! ¿Es esto lo que
nuestra ciudad merece?
Basta observar
la ocupación de los espacios públicos o los pórticos privados por menesterosos, mendigos o adictos al
alcohol y a las drogas, que habitan y pernoctan en la calle, esto nos devuelve
en nuestro recorrido, una imagen nada halagadora. Imagen, que lamentablemente
pone de manifiesto “el otro Montevideo” (sí, aquí nomás, muy cerca de la Plaza
de Cagancha o Libertad, la sede de la Suprema Corte de Justicia, o el Ateneo de
Montevideo) ese, compuesto también por conciudadanos a los que -en muchos
casos- la crisis que padecimos hace diez años, les pegó con más fuerza. Y por
ello, la presión social que poseen, es muy débil o simplemente inexistente.
Estas
personas son las mismas que, en años del mayor crecimiento económico y bonanza
de recursos financieros –pese a la publicidad oficialista- no aciertan en
encontrar su lugar dentro del prometido “país productivo” y que achacándole
siempre la culpa de su situación a otros (llámese crisis financiera, políticos
o gobiernos de turno) no logran superar sus “asimetrías”, ni salir de la
condición en que se encuentran. Y lo que es peor, a nuestro modesto entender,
fueron transformados (a fuerza de planes asistenciales sin contraprestación) en
permanentes insatisfechos, y no pueden sentir como suya ni a la ciudad.
La otrora muy
europea “tacita de plata”, sigue conservando hermosos edificios -testigos de
pasados brillos- pero por momentos, se presenta “extraña” y las imágenes que
nos devuelve, parecen mimetizarse con lo peor de algunos barrios de otros
países. ¿Esto, es lo que queremos para nuestra capital?
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