La política, desde hace bastante
tiempo, propone una lógica algo perversa. Sus necesidades electorales, excesiva
prioridad por el acceso al poder y su esfuerzo por perpetuarse la ha llevado a
poner la mira a lo inmediato.
Es que, bajo esa perspectiva, lo
único que sirve es ganar la próxima elección. No importa si la que siguiente es
la oportunidad para lograr un puesto ejecutivo superior, o la renovación del
cargo actual o simplemente una renovación parcial legislativa, o solo un cambio
de personajes, pero del mismo sector político que garantice continuidad, cuando
no impunidad. Lo cierto, es que prevalece el corto plazo, importa la coyuntura,
lo que viene, lo que impacta pronto y no más que eso.
Esa matriz altera de modo
considerable las decisiones de la política. Porque en ese esquema, solo
interesa tomar determinaciones que no impacten negativamente en el siguiente
turno electoral, aunque las consecuencias posteriores, de mediano plazo sean
negativas o tremendamente riesgosas.
En la vida personal, los individuos
no funcionamos de igual modo. Importan obviamente las decisiones de corto
plazo, lo que nos conviene en el ya, en el ahora, pero una parte de nuestras
preocupaciones también están orientadas a un tiempo más prolongado.
Proyectar una familia, estudiar y
capacitarnos, cuidar la salud, una inversión económica relevante, no tienen que
ver con decisiones para el hoy, sino que significan una considerable apuesta
por el porvenir.
Sin embargo, cada vez con más
frecuencia, los gobernantes dejaron de tomar esa perspectiva de futuro como
algo valioso. Esa es la razón por la que poco importan las “ políticas de
estado “, ni se encaran asuntos cuya eventual solución no rendirá sus frutos en
el periodo político actual.
Por eso, pocos se ocupan de la
educación o la inseguridad. Son temas complejos, multicausales, cuyo abordaje
supone demasiado esfuerzo y escasa chance de resolverlo o al menos poder
mostrar algún cambio que pueda servir para aprovecharlo con fines electorales,
como un progreso.
Eso también explica porque a los
líderes de hoy, no les interesa pasar a la historia ni quedar en el bronce.
Solo pretenden perdurar, garantizarse
cierto reconocimiento presente y no de las generaciones futuras. Es la
era del corto plazo, el reino de la inmediatez. Todo se resuelve solo si tiene
algún impacto ahora.
Pero esta modalidad decisoria tiene
otras secuelas que no se hacen esperar. En la medida que el gobernante obtiene
éxitos electorales y su etapa política se extiende, sus decisiones de corto
plazo empiezan a convertirse en una fuente inagotable de problemas que el mismo
ha generado.
Su pasión por el corto plazo, se
convierte así en una fábrica de problemas que por no ser resueltos
adecuadamente en su tiempo, por esconder la basura bajo la alfombra, reaparecen
para castigar a su autor intelectual con más vehemencia que cuando el asunto
daba sus primeros pasos.
En este juego, cruel y pérfido, la
intromisión estatal pasa a ser el protagonista excluyente de esta historia.
Cuando el gobernante se encuentra
con el problema, en vez de resolverlo, buscando sus causas y atacándolas como
corresponde, elige el camino de los artilugios que le ofrece el arsenal
intervencionista.
Es que bajo el paraguas de las
“políticas activas”, de ese Estado presente, que participa con la intención de
corregir desvíos y bregar por el bien común, el gobernante opta por ignorar el
problema, enfocándose en las consecuencias, en mitigar los síntomas, y no en
solucionar las causas.
En el corto plazo, consigue el
impacto deseado, los síntomas desaparecen o quedan minimizados, los efectos se
amortiguan, y el problema “parece” resuelto. Pero se trata solo de una
fantasía. Han enmascarado el cuadro con una medicación paliativa, que posterga
la aparición del cuadro principal, que simula una mejora que solo será
momentánea. El problema sigue allí, subyace, convive con nosotros, solo fue
pospuesto para una nueva ocasión.
El político sabe que si su periodo
de fortuna electoral culmina, será asunto del que venga después, y si
eventualmente el electorado le renueva la confianza, supone que ya encontrará
un mecanismo parecido al anterior, de postergación, que le permitirá seguir
pateando el asunto hacia el infinito. En
todo caso, ya encontrará a quien responsabilizar. Siempre tendrá a mano
enemigos ficticios a quienes culpar de la cuestión.
Es tiempo de revisar nuestro sistema
de premios y castigos. Ciertos pseudo defensores de la política y la
democracia, que más bien la utilizan para sus propios intereses, se han ocupado
de deformar esta herramienta de la sociedad civilizada.
A la luz de los acontecimientos,
habrá que reconocer que los pensadores que creían en la necesidad de un solo
periodo gubernamental sin posibilidad de reelección alguna, tenían bastante
razón cuando afirmaban, que la alternativa de la renovación y la eventual
eternización, generaba un ataque a los principios republicanos elementales.
En tiempos en que la política se
concibe universalmente de este modo, resulta esperable que los que gobiernan sigan
con su lógica, alimenten y estimulen lo que en definitiva les funciona y los
nutre de poder, aunque claramente no beneficie a la sociedad, para poner todas
sus energías exclusivamente en administrar el corto plazo.
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