Si Brasil no acaba con la hormiga cortadora...


Fernando Henrique Cardoso
Sociólogo y escritor. Presidente de Brasil (1995/2001)


Hubo un tiempo en que se decía que si Brasil no acababa con la hormiga cortadora, ésta acabaría con Brasil. Las hormigas andan por ahí todavía y Brasil no se ha acabado. ¿Será la misma cosa con la corrupción?
De que ésta sigue viva por ahí, no quedan dudas; que acabe con Brasil es poco probable, como también lo es que se acabe en Brasil. Pero que causa daños enormes es indiscutible. Habrá quien diga que siempre ha habido corrupción en el país y en el mundo exterior, cosa que probablemente sea cierta, pero a partir de cierto nivel de su existencia y, peor aún, de aceptación tácita de sus prácticas como ''hechos de la vida'', si bien no acaba con el país, sí lo deforma de manera inaceptable. Y nos estamos acercando a ese umbral.
Hay formas y formas de corrupción, especialmente en las instituciones y la vida política. Las más tradicionales entre nosotros son el clientelismo (la práctica de atender a los amigos, y a los amigos de los amigos, nombrándolos para las funciones públicas), el intercambio de favores y el patrimonialismo, esto es, la confusión entre lo público y lo privado, entre el Estado y la familia. Todo esto es muy antiguo y tiene raíces en la península Ibérica.
La famosa frase "dar para recibir", supuestamente de inspiración franciscana, se refiere más al intercambio de favores que a recibir dinero. Por cierto, un sistema político asentado en estas prácticas ya supone el desdén por la ley y tiende a permitir deslices más calificados propiamente como corrupción.
Aun cuando no haya soborno de funcionarios ni ventaja pecuniaria por la concesión de favores, práctica que los juristas llaman prevaricación, los apoyos políticos obtenidos de esa manera están basados en nombramientos que afectan el gasto público. Poco a poco, tales procedimientos hacen que la burocracia deje de responder al mérito y al profesionalismo. Con el tiempo, las gratificaciones e incluso el desvío de recursos - lo que se califica más directamente como corrupción - aumentan como consecuencia de ese sistema.
En los días que corren, empero, no se trata solamente de clientelismo, que por cierto sigue existiendo, por lo menos parcialmente, sino de algo más complejo. Si el sistema patrimonialista tradicional ya contaminaba nuestra vida política, a eso ahora se le suma algo más grave.
Con el desarrollo acelerado del capitalismo y con la presencia ubicua de los gobiernos en la vida económica nacional, las oportunidades de negocios caracterizados por decisiones dependientes del poder público se amplían considerablemente. Y las presiones políticas se desplazan del simple favoritismo hacia el "negocismo". Por todas partes hay contratos a ser firmados con entidades públicas, tanto en el ámbito federal como en el estatal y el municipal.
Cada vez más, los apoyos políticos pasan a depender de la atención al apetito voraz de sectores partidarios que sólo están dispuestos a "colaborar" si están debidamente aceitados con el control de partes del gobierno que permitan tomar decisiones sobre obras y contratos. No obstante, ha cambiado el tipo de corrupción predominante y el papel de ésta en el engranaje del poder. Llegará el día - si no hay reacción - en que la corrupción pasará a ser condición de gobernabilidad, como sucede en los llamados narco-Estados. Naturalmente, no en función del tráfico de drogas y del juego (que también pueden propagarse) sino de la disponibilidad del bolígrafo para firmar órdenes de servicio y contratos importantes.
No es casualidad que se oigan voces, cada vez más numerosas, en los medios, en el Congreso e incluso en el Gobierno, que claman en contra de la corrupción. Y lo que es más triste, algunas lo hacen por puro fariseísmo, como todavía ahora, en el escandaloso caso que afecta al Senado y sabrá Dios a qué otras ramas del poder. El peligro, no obstante, es que se genere la expectativa de que un líder autoritario o un partido salvador sean el antídoto para impedir la diseminación de tales prácticas.
En otros países ya hemos visto líderes supuestamente moralizadores sumergirse en lo que decían combatir, y la experiencia con partidos "puritanos", incluso entre nosotros, ha demostrado que éstos tampoco escapan, ni aquí ni allá, a las tentaciones de mantener el poder al precio que se les cobre.
Cuando esto pasa a ser la connivencia con el sector gris de la sociedad, es cuando se derrumban las palabras bonitas, dejando una estela de desánimo y revuelta en aquellos que le dieron crédito. La experiencia histórica muestra, empero, que hay caminos de recuperación de la moral pública.
En el decenio de 1920, en Estados Unidos, había prácticas de esta naturaleza en abundancia. Es muy conocido el control político ejercido por bandas corruptas instaladas en las cámaras municipales, como en Nueva York, por ejemplo, donde se hizo famosa la organización política Tammany Hall. Lo mismo puede decirse de las vinculaciones entre la prohibición del alcohol y el poder político. El carácter sistémico de este tipo de procedimientos fue desmantelado poco a poco, ciertamente sin llegar a eliminarse la corrupción por completo. ¿A fuerza de qué? Predicación, justicia y castigo. Hoy en día, bien que mal, los "peces gordos", por lo menos algunos de ellos, también van a dar a prisión.
Todavía recientemente en otro país, en España, después de un tumultuoso escándalo, un alto personaje político fue condenado y está tras las rejas. No hay otra forma de restablecer la salud pública si no es con el ejemplo de los líderes mayores, condenando los desvíos y no participando de ellos, mediante el perfeccionamiento de los sistemas de control del gasto público y con la acción enérgica de la Justicia.
A despecho del desánimo causado por la multiplicación de las prácticas corruptas y por la impunidad vigente, hay señales auspiciosas. Es innegable que los sistemas de control, tanto los tribunales de cuentas como las auditorías gubernamentales y las promotorías, están más alertas y los medios han clamado en contra del mal uso del dinero y el patrimonio públicos.
La acción del Consejo Nacional de Justicia y las decisiones del Supremo Tribunal Federal (STF) sobre la validez de la Ley de Ficha Limpia que impide al político condenado por órganos colegiados disputar cargos de elección (en la lucha contra la corrupción electoral) muestran que el clamor empieza a suscitar reacciones.
Pero es preciso más. Necesitamos una reforma del sistema de decisiones judiciales, en la línea de lo que fue propuesto por el ministro Cezar Peluso, presidente del STF, para acelerar la conclusión de los procesos y dificultar que un abogado hábil postergue la consumación de la Justicia. Sólo cuando se eche a prisión a los poderosos que hayan sido condenados por crímenes de cuello blanco, el temor, no de la vergüenza sino de la cárcel, cohibirá los abusos.
Empero, no olvidemos que existe una cultura de tolerancia que necesitamos modificar. No faltan corruptos conocidos que son celebrados en fiestas elegantes y que quienes los oyen los consideran impolutos. Los cambios culturales son lentos y dependen de la predicación, la pedagogía y el ejemplo.
¿Será mucho pedir?
Y no debemos olvidar que la responsabilidad no es sólo de los que transgreden y de la poca represión, sino de la misma sociedad, esto es, de todos nosotros, por aceptar lo inaceptable y reaccionar tan poco ante los escándalos.

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