Carlos Alberto Montaner nació en Cuba, es escritor y
periodista. Su último libro es la novela La mujer del coronel (Alfaguara, 2011)
Cientos de millones de personas vieron al Papa en Cuba,
oyeron sus discursos y contemplaron lo que allí sucedió. Cada uno de esos
testigos, como es natural, percibió la visita de manera diferente. Ahora lo
interesante es saber cuál fue la percepción del Papa y de su entorno. Esto es
lo que he podido averiguar por medio de fuentes eclesiásticas (y otras) que
desean mantenerse en total anonimato. Alguna de esas fuentes estuvieron muy
cerca del Santo Padre.
Primero. A Benedicto XVI le sorprendió el inmenso
contraste entre el recibimiento mexicano -alegre, libre, multitudinario y
espontáneo-, en medio de una ciudad viva y económicamente vibrante, y las
crispadas ceremonias cubanas, evidentemente controladas por la policía
política, celebradas en un país empobrecido hasta la miseria, precedidas por
centenares de detenciones. El espectáculo horrendo de un joven salvajemente
golpeado por un policía disfrazado de camillero de la Cruz Roja le tocó el
corazón al Papa y se interesó personalmente por su destino. Al fin y al cabo,
el pobre hombre sólo había gritado "abajo el comunismo", versión popular
de lo que él mismo había dicho al salir de Italia cuando declaró que el
marxismo era una ideología fracasada a la que había que enterrar.
Segundo. Al papa y a su séquito les pareció lamentable
que Raúl Castro pronunciara en Santiago de Cuba el clásico discurso estalinista
de guerra fría con que intentaba justificar la dictadura. Esperaban un mensaje
de cambio y de esperanza, no de reiteración de las líneas maestras del régimen.
Ese texto, junto a los discursos que pronunciaron el canciller Bruno Rodríguez
y el vicepresidente a cargo del sector económico, Marino Alberto Murillo, los
convencieron de que Raúl Castro está mucho más interesado en mantenerse anclado
en el pasado que en preparar un futuro mejor para los cubanos.
Tercero. Comprobaron, con dolor, que la petición del
anterior Papa, Juan Pablo II, durante su visita de hace 14 años, encaminada a
que los cubanos perdieran el miedo, había sido inútil. Salvo unos cuantos
centenares de demócratas de la oposición, permanentemente acosados y golpeados,
y a veces encarcelados, ésa es una sociedad podrida por el miedo. Pero la
manifestación de miedo que más les intrigó no fue la de los opositores, sino la
de los aparentes partidarios. Conocieron muy de cerca el doble lenguaje y eso
los aterró. Cuando hablaban a solas con los funcionarios, éstos se manifestaban
abiertos, tolerantes y deseosos de reformas profundas que abarcaran el terreno
político. Uno, en privado, hasta llegó a admitir que eran necesarios el
multipartidismo y las elecciones libres para que la sociedad realmente avanzara
hacia la modernidad, aunque los comunistas perdieran el poder. Pero, tan pronto
se sumaba otra persona a la conversación, o aparecían los periodistas,
retomaban el discurso ortodoxo más inflexible y estalinista, repitiendo el
guión oficial sin excluir una sola coma. Era un espectáculo muy penoso.
Cuarto. El papa y su comitiva confirmaron lo que ya
intuían: la Iglesia cubana está escindida en dos líneas clarísimas: la del
cardenal Jaime Ortega, contemporizador hasta el extremo colaboracionista de
pedirle a la fuerza pública que desalojara un templo ocupado por unos
feligreses que deseaban protestar contra la dictadura, a sabiendas de que
serían detenidos y seguramente maltratados, y la de obispos como Dionisio
García Ibáñez, quien fue ingeniero antes de ordenarse como sacerdote, mucho más
firme en su rechazo al régimen cubano. Mientras Jaime Ortega se queda en el
ámbito de la compasión por algunas víctimas del gobierno (evidentemente no de
todas), Dionisio (aun cuando sigue siendo amigo del Cardenal) y otros
sacerdotes, como el famoso cura José Conrado Rodríguez, párroco en una iglesia
de Santiago de Cuba, están convencidos de que no habrá alivio ni reconciliación
entre los cubanos hasta que ese régimen no sea pacíficamente sustituido por una
verdadera democracia que tome en cuenta las opiniones de toda la sociedad y no
solamente la de un puñado de ultracomunistas enredados en las telarañas del
pasado.
Quinto. El Papa comprobó que su contemporáneo Fidel
Castro -tienen la misma edad-está en peores condiciones físicas y mentales que
él. Encontró a un ancianito físicamente desvalido, mentalmente errático y con
graves dificultades para comunicarse. Está liquidado. El Papa, que es un hombre
bueno, oró por él. Ésa es la costumbre cristiana.
Fuente: http://www.elblogdemontaner.com/
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