Diagnóstico incorrecto y participes necesarios




Nadie duda de que uno de los flagelos más dramáticos que golpea el presente es la corrupción. Una serie de lugares comunes, de frases hechas, bastardean el tema y pretenden mitigar su importancia, convertirse en mero consuelo, y atenuar el impacto de esta epidemia en la realidad.
Algunos asumen que se trata de un hecho que sucede en todas las sociedades. Otros creen encontrar cierta tranquilidad diciendo que existe no solo en el ámbito público, sino también en el privado. Los más se contentan diciendo que siempre existió, y que su presencia en el futuro es inevitable.
Lo concreto y contundente es que esa relajada postura, no hace más que naturalizar lo inadmisible, y lo que es más grave, subestimar el asunto, hacerlo cotidiano y por ello asumirlo con absoluta resignación.
Cuando de detraer recursos de una sociedad se trata, vía impuestos, emisión o endeudamiento, para financiar las acciones del Estado, la cosa se agrava aún más. Significa que hemos quitado por la fuerza recursos de sus dueños originales, los que han generado esa riqueza, y lo hemos hecho, como sociedad, coercitivamente, sin que medie voluntad individual alguna.
Una vez que esos recursos obtenidos por violentos métodos ingresan al sector público, a los presupuestos estatales, empiezan a formar parte del patético repertorio de trampas, inmoralidades y discrecionalidades por las que un funcionario, casi de cualquier rango, dispone según su jerarquía y con bastante displicencia de esos dineros a su arbitrio.
Deberá cumplir múltiples formalidades que intentarán acotar su margen de maniobra, pero nada de eso evitará que seleccione a su capricho, proveedores y decida qué precios le hará pagar a la comunidad. Es el universo de los sobreprecios, esos que se pagan sobre el valor de mercado, para iniciar el perverso circulo vicioso de esquilmar las arcas públicas.
Los participantes de ese proceso, contratantes y contratados, empezarán a jugar este juego, que ira escalando hasta niveles insospechados, sin que nadie considere que debe ponerle límites.
Mientras, nos seguiremos conformando al asumir que la corrupción nos atraviesa como comunidad, que todos son iguales y que ese es el sistema, como una forma de convivir con esta inmoralidad, del mejor modo posible.
Pero subyacen aquí  un par de fenómenos que valen la pena ser descriptos. Por un lado un diagnóstico equivocado que se repite hasta el cansancio, bajo la pretensión de convertirlo en verdad, solo a fuerza de reiteraciones. La inmensa mayoría de los ciudadanos creen que se trata de una cuestión de índole exclusivamente moral, es decir que todo depende de la honestidad del funcionario de turno. En definitiva terminamos creyendo que todo pasa por seleccionar funcionarios honestos, íntegros, incorruptibles, que no caigan baja las redes de este mal hábito que convive con nosotros.
Esta explicación, algo infantil, oculta el problema de fondo. No se trata de la falsa opción entre personas honestas o simples delincuentes comunes. Se trata de sistemas diseñados para posibilitar la corrupción. Cuando un funcionario, cualquiera que sea, puede disponer de fondos públicos, es el sistema el que lo habilita y no su moralidad. La corrupción es una cuestión estructural, no es que dependa del humor de sus interlocutores circunstanciales. Seguir apostando a que el próximo funcionario sea más honesto, es desconocer la naturaleza del problema.
Solo aquel que persigue el lucro, el que trata de maximizar la ecuación económica, busca por su propio interés, contratar barato y bueno. No lo hace por una cuestión moral, sino por su propia conveniencia, y es eso lo que lo hace eficiente, austero y sensato. Y no es que sea mejor persona, ni sus cualidades y valores individuales lo hagan diferente. Cuando el que contrata lo hace con recursos ajenos, en este caso de todos los contribuyentes, y no tiene incentivo alguno para ahorrar, simplemente actúa en consecuencia, en función de esos impulsos que lo alientan.
Muy por el contrario, los estímulos lo incentivarán a “hacer caja”, porque para financiar su actividad política precisa recursos, esos que  no tiene porque los mas hacen de la acción política una profesión y no provienen de situaciones de riqueza personal o cierta holgura económica. Y la caja que se tiene a mano es la pública, la estatal, esa que es de todos, pero al mismo tiempo de nadie. La tentación es enorme, y el sistema lo permite, hasta de un modo que bajo ciertas reglas, goza de una legalidad que impide problemas futuros.
Por otro lado, una caterva de personas, están prestas a ser funcionales a la corrupción, mirando para otro lado, haciéndose los distraídos y acompañando pasivamente esta dinámica. Gente de todos los niveles termina siendo parte de este fenómeno, funcionarios, empleados, responsables de controlar, superiores, hombres de la política, y hasta ciudadanos de a pie, victimas directas e indirectas de estos abusos. Casi sin querer, con alguna cuota importante de comodidad y cobardía, una inmensa cantidad de individuos, que se autodefinirían como honestas, terminan avalando el accionar delictivo de los corruptos de siempre.
Muchos inclusive, que habiendo ingresado a la acción política, lo hicieron desde meritorios lugares ganados a fuerza de atributos más que elogiables, terminaron cayendo en la trampa que el sistema les propuso y aceptando esta modalidad casi como parte del paisaje.
Las chances de revertir la historia son mínimas. Una sociedad que sigue sin comprender como funciona la corrupción, cuáles son sus verdaderas causas, y que encima aporta una innumerable lista de cómplices a esta trágica calamidad, tiene bajísimas posibilidades de cambiar el rumbo. Porque queda claro que la corrupción presente solo resulta posible, de la mano de un diagnóstico incorrecto y de participes necesarios.


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