Las grandes superficies y el naufragio de los boliches
Desde hace tres décadas el sistema económico
dominante, en medio de una superproducción de bienes y servicios, aprieta el
acelerador en el mercado y en la comercialización con el propósito de acceder a
mayores niveles de rentabilidad y plusvalía. Vulnera las fronteras nacionales,
se globaliza y aceita la maquinaria financiera. Hace de la demanda una seudo
ciencia, el marketing, y del consumo una concepción de vida. El tradicional
capitalismo gana un nuevo apellido: el neoliberalismo.
Entre las herramientas estratégicas se crean las
denominadas grandes superficies de venta, primero en forma experimental en las
grandes concentraciones urbanas, pasando rápidamente a extenderse por toda la
superficie del planeta, especializándose de acuerdo a la capacidad de compra de
los núcleos urbanos, desde los shoping e hipermercados a los supermercados y
los modestos autoservi. Y simultáneamente se promueve el crecimiento
exponencial de la propaganda y publicidad, y el sistema financiero.
Precisamente el mismo sistema financiero que fue a la quiebra en los países
desarrollados, con los bancos a la cabeza, es el que instrumenta la
popularización del crédito, con la expansión de las tarjetas de crédito. Hasta
la “limosna” oficial se entrega en tarjetas o “dinero electrónico”.
Con el empuje
abrumador de la publicidad, la gente a “tarjetazo” limpio se hunde en el
pantano de la deuda. Previsoramente, el sistema multinacional se asegura –
gobiernos mediante - , el retorno de sus rentas mediante el pago de la deuda
externa (aunque más no sea de sus intereses); mientras deja en el desamparo,
cuando terminaron los días de bonanzas,
a las víctimas de la deuda interna. Pierden vivienda, trabajo, salud y
para colmo, la “policía financiera”, el clearing los estigmatiza. Los deudores
no van a la cárcel como en el siglo XIX, pero se le cierran todas las puertas
con muros invisibles.
El proceso neoliberal es avasallador. Todo palo puesto
en la rueda de su autodenominado “desarrollo sustentable” es desechado sin
contemplaciones. Los primeros en caer son los antídotos de sus estrategias: los
pequeños espacios de comercialización y producción de bienes y servicios. Los
“boliches” de barrio ( “botecomerk” en la frontera), zapateros, sastres,
costureras, horticultores, trabajadores independientes, etc. puestos a competir
con las “grandes superficies” globalizadas, “caen como moscas” al decir del
común de la gente. Los minoristas agrupados en Cambadu han logrado sobrevivir
al menos en la capital del país, exigiendo que las grandes superficies respeten
el límite máximo de 200 metros cuadrados impuesto por ley, mientras
adoptan las exigidas técnicas de marketing, respaldadas por millonarios
créditos “no reembolsables” del BID. Ayudas que apuntan en realidad a
transformar las pymes en amortiguadores sociales, en el pan para el día como
cortina de humo que oculte el hambre de mañana.
El “botecomerk” del barrio, con tenacidad espartana,
se resiste a caer. Ya no espera que venga el vendedor de la distribuidora a
ofrecerle los productos. Él, su mujer y sus hijos, durante días enteros salen a
“patear” la calle, buscando los mejores precios y los mejores productos. Sus clientes del barrio, no son culpables de
ser pobres y se merecen lo mejor como todo ser humano. Concibe su trabajo y
negocio de bolichero como un servicio solidario a sus vecinos. No escatima en
publicitar el servicio advirtiendo que no es necesario ir al super para comprar
barato y bueno. En una tabla pintada de negro, estampa sin escrúpulo
ortográfico o gramatical: “ay gaz” o “uevo casero” o “poyo azado” o milanesa de
capincho. Todos lo entienden y saben que si bien terminó la escuela, tuvo que
salir adolescente, con su pinta de pobre a “virarse”, arreglársela como pudo en
la lucha por la vida.
Orgulloso, a la noche, pone al día las libretas, la
tarjeta solidaria de los pobres. “No fío
vicios” afirma. Bebidas alcohólicas y cigarros, solo al contado y no deja de
lamentarse, cuando ve pasar a algún vecino con una bolsa del super con
productos adquiridos al contado con la tarjeta de asistencia social, mientras
sigue sin pagar la libreta, o al menos entregar algo a cuenta.”Ya va caer con
el caballo cansado” se consuela.
El “boteco” sobrevive pero no se sabe hasta cuándo. Nuevas grandes superficies se
anuncian, y las financieras ofrecen créditos en motos altoparlantes en el
barrio, como antes lo hacían, pregonando a toda voz los verduleros en sus
carros o carretillas de hortalizas y frutas. Y su incertidumbre se incrementa
luego de ser visitados por los “cayorros” de la DGI y BPS, advirtiéndole que debe poner en regla
el negocio. Justo ahora que comienza el atardecer de la vida y si no se pone en
regla, no podrá atender sus quebrantos de salud ni aspirar a una mínima
protección social.
Y el que no
tiene consuelo, es el “quintero” del barrio. En tiempos malos, cuando se quedó
sin trabajo, empezó plantando lechuga y vendiendo a los vecinos. En cuestión de
años, con el esfuerzo de su mujer y sus cinco hijos, creció hasta que llegó a
tener cinco invernáculos. Consiguió “prestado” el terreno baldío frente a su
casa y amplió el área de la huerta, respondiendo al propósito expreso del
supermercado, recientemente instalado en la ciudad, de adquirir lo que se produce en la zona.
Necesitó contratar a seis trabajadores. Se transformó para DGI y BPS en empresa
unipersonal. A los diez años de producción continua y exitosa de las más
diversas hortalizas, los trabajadores lo dejaron para acogerse a los beneficios
ofrecidos por el plan de emergencia. Ganaban más como desocupados y pobres que
trabajando en la huerta. Con los
beneficios de la asistencia oficial y alguna changa satisfacían sus necesidades
de sobrevivencia. En cuestión de meses, el viejo “quintero” debió abandonar sus
veinte invernáculos y a los cincuenta
años y sus hijos jóvenes salió a empezar de nuevo. La coyuntura internacional,
por suerte, lo favorece y no pasó a integrar esa bolsa de 6% de desocupado.
Pero hasta cuándo se pregunta.
Las historias del bolichero y el quintero del barrio
no son únicas, ni exclusiva de la frontera noreste del país. Ellos son apenas dos casos de esos miles, que
en regla o informales desempeñan el 90% de la actividad económica del país.
Kiosqueros, vendedores ambulantes, artesanos, trabajadores independientes
“siete oficios”, y centenares de miles (según el BPS) de monotributistas y
unipersonales son la otra cara del mundo del trabajo que contrasta con el mundo
del consumo articulado en torno de las grandes superficies y el refinado
sistema crediticio. La vida y la riqueza producida por aquellos es succionada y
engordan las arcas de multinacionales y bancos que están fuera del país.
Estas grandes empresas, traen sin dudas trabajo y
transformaciones urbanísticas profundas. Así se anuncia luego que empresas
consultoras, estudios de mercado y autoridades públicas y privadas lo han
analizado y evaluada. El progreso es evidente, y entusiasma a propios y ajenos.
Barrios hasta ahora marginales reciben el impacto transformador, a pesar de que
los ciudadanos comunes, ante las idas y venidas, reuniones y acuerdos de
cúpula, en la calle rumorean:“reunión de zorros, matanza de gallinas”.
El pueblo no olvida. Observa el aterrizaje de grandes
capitales en nuestra modesta tierra, y lo compara con el arribo de las
golondrinas en primavera, integrándose al paisaje florido y reverdecido; pero
desapareciendo en el otoño emergiendo la soledad y el desamparo del invierno.
La industria nacional que en su
primavera captó fuertes inversiones extranjeras, dando trabajo cambiando la vida
de la gente y sus barrios, es hoy una tapera invernal. Hasta la bandera
uruguaya, vendida en la calle, es made in China.
Más allá de la algarabía de la fiesta, el alma
colectiva quiere avisar a políticos y autoridades públicas, que inexorablemente
luego de la primavera, viene el otoño y el crudo invierno. Las grandes
inversiones, siempre previsoras, así
como vinieron se irán pero llevando bajo el brazo lo que habían calculado,
sabiendo que el negocio dejaría de ser negocio en algún momento. Otras playas
primaverales los espera. Acá, el invierno
con su frío y desamparo será como siempre, solo para los bolicheros, los
quinteros, los pobres, los débiles, los trabajadores. El aviso está hecho y la
indignación de aquellos se siembra en nuestra tierra.
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