Ope PASQUET
Se ha planteado, con relación al
robot quirúrgico “Da Vinci” adquirido por el Hospital Británico, una situación
similar a otras que se configuraron años atrás, a propósito de la vacuna contra
el cáncer de cuello del útero y el tomógrafo por emisión de positrones (PET,
según la sigla en inglés): los instrumentos están listos para ser usados, pero
el Estado no lo permite.
Las razones alegadas por las
autoridades para justificar su negativa son varias, y se plantean de manera que
me resulta poco clara.
A veces se invocan razones técnicas,
como cuando se dice que es preciso verificar la validez científica de los
procedimientos que se pretende utilizar. El argumento tendría fuerza, sin duda,
si se tratara de una innovación absoluta, a estrenar en Uruguay; pero cuando lo que hay que resolver es si
se permite que se use aquí algo que
desde hace años se emplea en países mucho más adelantados que el nuestro, es
igualmente claro que no la tiene. En todo caso, es evidente que debe haber
plazos razonables y de cumplimiento estricto para ese tipo de controles. La
prensa dice que el Hospital Británico pidió autorización para traer el robot quirúrgico hace casi dos
años, y el trámite continúa, así como que una institución médica del interior
del país espera hace ¡seis años! la autorización para adquirir un resonador
magnético. Esto ya no es ineficiencia:
es abuso. Los directamente perjudicados difícilmente lo denuncien, porque cabe
suponer que lo que les interesa es que su trámite concluya con éxito; pero
ahora que la situación se ha hecho pública, las jerarquías del Ministerio de
Salud Pública deberían investigarla y resolver rápidamente lo que corresponda.
Otro argumento usado en esta materia
es el de que es preciso “racionalizar” las inversiones en salud, a fin de
evitar duplicaciones, subutilización o distribución geográfica ineficiente de
equipos caros y escasos, etc. Cuesta entender cómo se aplicaría ese criterio al
caso del robot quirúrgico del Hospital Británico, ya que hasta donde
sabemos sería el primero en el país.
El Dr. Luis Enrique Gallo,
presidente de la Junta Nacional de Salud, formuló declaraciones a El País en
las que invoca otros argumentos. “Si cada institución quiere traer un aparatito
para hacer dinero, nosotros nos vamos a oponer radicalmente” (...); “no es que
cualquier ser individual quiera traer un aparato y pueda currar con ese
aparato...”. Dejemos de lado la cuestión del lenguaje -chabacano, irrespetuoso
e impropio de quien se encuentra investido de autoridad pública-, que es
característico de la actual Administración. El Dr. Gallo no puede ignorar que
en el Uruguay existe lícitamente la medicina privada, que cobra por sus
servicios; cualquier duda al respecto podrá serle evacuada por el Dr. Tabaré
Vázquez, quien es toda una autoridad en la materia. El Hospital Británico no es
por cierto un “ser individual”, sino una institución seria y de larga
actuación. Y si hay sospechas de irregularidades (“curros”), la responsabilidad
del presidente de la JUNASA es adoptar las
medidas administrativas que correspondan, y no hacer comentarios genéricos y
despectivos por la prensa.
Lo que parece estar detrás de tanto
obstáculo a la introducción de tecnología médica por parte del sector privado,
es la convicción de que la prioridad en ese campo debe reservarse al
Estado, o de que no pueden estar a
disposición sólo de quienes puedan pagar por ellos, servicios a los que
simultáneamente no pueda acceder el conjunto de la población. Este argumento
ideológico, que podría resumirse en la expresión de triste memoria, “pa’ todos
o pa’ naides”, tampoco es de recibo.
El Estado debe velar por la salud de la población, sin escatimar
esfuerzos ni recursos para hacerlo. (Como en otras materias, con la asignación de recursos no alcanza; se ha
sabido estos días que el tomógrafo instalado en el Hospital de Clínicas, el más avanzado del país, sólo funciona al
60% de su capacidad, y que los pacientes tienen que esperar hasta dos meses
para ser atendidos o, en otros términos, para saber –por ejemplo- si tienen
cáncer o no).
Pero ese deber del Estado no puede
implicar un cercenamiento del derecho de cada persona a cuidar de su salud con
los medios de que disponga para hacerlo. Sabido es que, cuando la enfermedad es
grave, los que pueden se atienden en Buenos Aires, en San Pablo o en los
Estados Unidos; ¿el gobierno piensa prohibir esos viajes, también, en nombre de la igualdad?
Pésima forma de “igualitarismo” es
la consistente en no permitir que los que tienen dinero puedan comprar vacunas
o pagar servicios médicos de alta tecnología, mientras el Estado no pueda
ofrecer lo mismo, gratuitamente o a menor precio, a quienes carezcan de
recursos. Igualar tiene sentido –más allá de que sea justo o injusto hacerlo,
según los casos- cuando significa distribuir lo bueno, lo útil, lo positivo; no
cuando es distribuir lo malo, lo negativo, lo que nadie quiere para sí. Por
privar a algunos de la posibilidad de operarse con técnicas de avanzada, o de
hacerse aquí un estudio médico caro, no se les da esa posibilidad a otros;
simplemente, se les niega a todos. Esto es peor que igualar para abajo: es
igualar en la negación, en la carencia; es hacer de la envidia una
política pública.
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