NATIVIDAD - Celebrando la natividad



Mário Píriz

Hablar de natividad cada 25 de diciembre, como la que pasó hace apenas unos días, independientemente de las creencias religiosas, es reflexionar y celebrar con alegría, el nacimiento, la irrupción de la vida, hecho clave en la existencia de la naturaleza, los seres vivos y por supuesto del ser humano. Expresión objetiva de la formación de la primera institución social de la humanidad: la familia.
En estos tiempos que corren parecen ser especialmente  propicios para resquebrajar valores y arrasar la dinámica social con los vientos de la superficialidad, la presunción y la frivolidad revestida de la impuesta “sonrisa Coca-Cola” como símbolo de modernidad y progresismo. Y que ya no es un secreto que los cánones que rigieron lo que muchos recuerdan como buenas costumbres, hoy sufren un terremoto, que las resquebraja y desploma. Y en todos  los casos se observa como denominador común la débil o ausente  educación familiar.
Los usos y costumbres antiguas, los rituales cívicos del hogar, no por conservadores, dejaron de cumplir sus propósitos, siendo hoy solo recuerdos de pasados arsenales de virtud y pundonor. Al parecer, son tiempos de dolor, que como los del parto, quizás presagien el nacimiento de un tiempo nuevo marcado por la anhelada solidaridad, la justicia hoy esquiva, y las libertades que faltan.
Cuando los que hoy comienzan a peinar canas eran niños, las travesuras y picardías se pagaban al contado. Y a los padres había que rendirles presencia diaria en la mesa que presidían por lo menos a la hora de la cena; y cuando se sentaban en la sala o en la vereda con amigos, estaba prohibido terminantemente hacer ruido o pasar entre los interlocutores; era de riguroso uso responder con un "Sí señor" o “No señor”.
Un colega cubano, comentando los problemas de la familia, y especialmente cómo se pagaban las travesuras, narró la siguiente historia: "Recuerdo- me dijo- con solo seis años se me ocurrió lanzar un trozo de madera entre la gallinas que comían en el patio. En el acto maté seis pollitos que fueron a parar a mi cuello, colgados de un cordel, como medalla por mi "hazaña". Por espacio de cuatro horas de llanto, sin auxilio de nadie, cargué tan lúgubre castigo; no recibí un solo sopapo y luego de una breve conversación con el viejo, bajo el eucalipto del fondo, comprendí para siempre el valor de la vida como para no arrancarla innecesariamente. Eso ha perdurado en mí, sin traumas, hasta nuestros días".
Obviamente, es un ejemplo nada digno no solo para la psicopedagogía moderna sino de la propia legislación de la menoridad contemporánea, pero sin dudas son verdades aleccionadoras en materia de templar el cuerpo y el espíritu. ¡Cuántas formas sencillas que enseñaron a generaciones enteras acerca del honor, el valor, la vida y el respeto! ¡Cuánta hidalguía olvidada! ¡Cuánto por recuperar especialmente cuando se observa la agresión a la vida de un animal como la perpetrada por esos adolescentes de Nueva Palmira! Aunque no sea necesario colgar pollitos asesinados del cuello de un niño, es evidente que es allí en el seno del hogar donde se aprenden las grandes lecciones que perdurarán por el resto de la vida.
Hoy atiborramos a nuestros hijos de los más sofisticados efectos materiales, muchas veces por pura vanidad o compitiendo con el vecino, amigo o compañero de trabajo. Les enseñamos a luchar, para ser "tipos duros", "invencibles", lo que termina generando NiNi, vagos, maleducados, presumidos y cosas peores aún. Se considera inútil y una pérdida de tiempo, dedicar un pequeño espacio de sus agitados días de adultos serios, pensar si somos buenos para enseñarles la bondad, si somos respetuosos para enseñarles el respeto, si somos honorables para enseñarles el honor, si somos sinceros para enseñarles la sinceridad, si somos equilibrados para enseñarles a ser sanos de mente y espíritu.
Muchos padres hijos de gente de afuera, considerados ahora brutos y tiránicos que ejercían su  autoridad a prueba de balas, hoy no se percatan de cuanto les deben y cuanto quisieran parecerse a ellos para educar a nuestros hijos en los valores y principios que ellos nos educaron. Siguen siendo paradigmas de virtud a los que, aunque un poco tarde, -siempre pasa así- cual oráculos, consultamos cuando las cosas no marchan bien.
Este amigo me comento:"Cuando fui a la escuela por vez primera la maestra me mandó a leer, m-a-m-á y yo leí mamá. Me mandó a leer, p-a-p-á y yo leí de corrido, papá. Entonces, ante su gesto inquisitivo le dije que yo sabía leer, escribir, sumar y restar, pues mi papá me había enseñado por las noches antes de cumplir los cinco años. Cuando me preguntó si mi viejo era maestro, le respondí que no, que era sembrador de tabaco". Cuántos padres universitarios de hoy piensan que la responsabilidad de enseñar a sus hijos recae exclusivamente en la escuela. Definitivamente, la anécdota confirma el hecho simple y sólido de que, la familia, sin importar la procedencia social, es el elemento definitorio, primordial, único encargado de formar la personalidad, no exenta de defectos, pero decididamente plena en materia de moral, lealtad, honestidad y respeto por los semejantes o, por el contrario, deformarla.
Quien creció en un hogar sin respeto, no puede respetar;  en un hogar donde el vocabulario prosaico, las comidillas, los chismes y la intriga presiden la mesa, difícilmente podrá ser diferente.  El vocabulario prosaico, “tinelesco”, es hoy común en adolescentes y jóvenes quienes lo festejan con risas socarronas . Evidentemente lo prosaico, no es modernidad, es involución. Hay que entender de una vez que el respeto a los demás, el respeto por nosotros mismos, la dignidad, la lealtad, la solidaridad entre otros valores importantes y tan repetidos, no son solamente patrimonio escolar, y que no podrán adquirirse si no existen, en primer término, en el seno familiar.
Celebremos entonces esta natividad 2011, con alegría y reflexión para salir de este letargo estúpido que vivimos como sociedad en materia educativa, abrazando con fuerza la defensa y la creación de la vida. De lo contrario, seguiremos labrando  el epitafio gris de una sociedad sin valores que respetar, sin caminos que seguir, sin familiaridad que cultivar. Esperamos que nuestro dolor de hoy sea un fuerte presagio de los nacimientos que soñamos.

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