Manuel Flores Silva
El asesinato de Julio Castro con una
bala en el cráneo en 1977 creemos que merece una declaración de repudio del
Partido Colorado. Todos los muertos son uno y todos laceran igual la conciencia
nacional, pero lo de Julio Castro tiene peculiaridades muy trascendentes. Nunca
fue un “combatiente”, como les gusta decir de uno y otro lado. Era un
intelectual pacífico que se dedicaba a la alfabetización y tenía una presencia
moderadora en la vida nacional desde su papel de Subdirector de Marcha. La
violencia máxima aplicada sobre la paz máxima se convierte en todo un símbolo
que ha conmovido a los uruguayos más allá de su afiliación política.
Recuerdo ahora cuando publicamos en
Posdata Folios, por vez primera en el país, todas las características del
llamado “segundo vuelo”. Era el año 2002 y hacía ya 17 años que había vuelto la
democracia. Yo no podía creer, sin embargo, el resultado de la investigación
que nuestros periodistas nos presentaban. Y que naturalmente publicamos. El
Ejército uruguayo había traído al país desde la Argentina a más de 20 personas
y las había matado aquí. Un peldaño más al espanto. Años después, formalmente
las Fuerzas Armadas reconocieron el hecho.
A uno, que como liberal en lo
político está acostumbrado a desconfiar de las versiones de los extremos, le
costaba concebir tanta barbarie. Que debajo de la piel del hombre esté tan
cerca el lobo y el mono. Tan cerca.
No era la barbarie tremenda de la
tortura solamente, no era la barbarie que perseguimos en el caso Roslik en
Jaque. No. Era tan bárbara como aquella, sí, pero más sofisticada. Primero la
tortura y luego la ejecución en masa de ciudadanos en el Uruguay. Revisé una y
otra vez la investigación periodística que habíamos ordenado y no había caso:
las pruebas eran concluyentes. Es más, la investigación había reconstruido las
desapariciones uruguayas en Argentina de las fechas entre el primer y segundo
vuelo, y se podía deducir quienes eran las personas muertas en ese “segundo
vuelo”.
Nos pegó entonces una nueva
dimensión de la barbarie. Es lo que sentimos ahora frente a la confirmación del
asesinato con un disparo en la cabeza, posterior a una tortura que le rompió
sus huesos, de Julio Castro.
Julio Castro era sobre todo un
hombre bueno y pacífico. Era un maestro alfabetizador que había trabajado en
esa abnegada tarea en Ecuador y otros países de Latinoamérica, allá por los
años 50, creo. Había sido siempre el compañero político de Quijano, fuere en
Marcha, de donde fue Subdirector, sea entre los demócratas sociales del Partido
Nacional que orientaba Quijano o, luego, en el Frente Amplio.
Yo lo conocí de rebote. Ocurre que
él vivía en un edificio de apartamentos en la calle Julio Herrera y Obes 1166.
Abajo, el Profesor José Pedro Díaz –muy distinguido intelectual uruguayo de la
generación del 45, destituido por la dictadura-, mi hermano Pablo y yo teníamos
una imprenta. La imprenta Arbol. Yo tenía 26 o 27 años y estudiaba Letras
mientras vivía del trabajo en esa imprenta. Julio Castro, amigo de José Pedro,
bajaba de su apartamento y solía entrar a la imprenta a conversar unos minutos
con José Pedro sobre lo que estaba sucediendo. En esas charlas le conocí.
Bonhomía.
Era 1977 cuando le mataron. En
Uruguay se había desbaratado cualquier acción subversiva hacía años. Julio
Castro era un uruguayo pacífico, de hablar tranquilo, progresista y, como
Quijano, demócrata. Cuando le arrestaron y no se supo más de él, se pensó que,
como meses atrás había tenido una importante operación a corazón abierto, no
habría resistido ni un plantón. Así pensaban algunos de sus amigos. Pero un
tiro en la cabeza después de romperle los huesos era una dimensión del horror
que nos costaba –en medio de un mundo de horrores- imaginar. Nos costaba hasta la semana pasada.
Pero qué puede sorprendernos de los
hombres que habían matado a más de 20 uruguayos del segundo vuelo un año antes
de matar a Julio Castro.
Seamos más claros. La investigación
de la muerte de Julio Castro se impidió porque un Juez militar –torturador y lo
puedo probar- consultado por expediente por el Presidente Sanguinetti sostuvo
que el caso no merecía abrirse al amparo del artículo 4to de la ley de
Caducidad, que ordena investigar los hechos. Como todos los casos que se
presentaron en el gobierno de Sanguinetti, como si fueran el mismo formulario
fotocopiado, el Cnel Sambucetti decía que no había lugar a la investigación y
Sanguinetti hacía suya la posición. Fue, por el contrario, al amparo de ese
artículo 4to de la ley de caducidad, autorizada la investigación por el Poder
Ejecutivo a cargo del Presidente Vázquez, que se inició el expediente, que
ahora continuará.
El problema es más de fondo. Cuando
se votó la ley de caducidad, había dos hombres que podían suceder a
Sanguinetti, que actuaron en el tema. Ambos querían aplicar en su eventual
futuro gobierno el artículo 4to de la ley de caducidad que ordena la
investigación de todos los hechos. Eran Wilson Ferreira Aldunate y Enrique
Tarigo. Eran ambos, los que en la época se consideraban los eventuales futuros
presidentes. Para ambos era muy importante que dicha ley ordenara conocer la
verdad. Por eso hay artículo 4to en la ley de caducidad. El destino hizo que Wilson muriera y Tarigo
fuera derrotado en una elección interna por Jorge Batlle y que no fuera ninguno
de los dos el Presidente que iba a suceder al gobierno de transición de
Sanguinetti.
Es más, dígase en honor de Wilson
Ferreira Aldunate –a quién justamente Julio Castro había introducido en las
páginas de Marcha décadas antes- que los dos principales asesores de Wilson, en
los días de la ley de caducidad, le aconsejaban que no la votara. Que dejara
que se produjera un desacato, que hubiera tal vez una nueva irrupción militar y
que, apareciera él, Wilson, luego en medio del caos, como salvador a dar una
fórmula. Que así evitaría la crítica de la izquierda (que lo esperaba desde el
Club Naval), pues producido el desacato militar iba a ser hasta el propio
Frente el que trataría de que Wilson apareciera para arreglar las cosas. Wilson
no había estado en el Club Naval y entonces no estaba comprometido con nada. Y
Wilson les dijo que no a sus asesores, que si hacía eso no se había aprendido
nada del año 73 en que se pensó que la democracia tenía más tela y todo terminó
en un desastre. Wilson no quiso que las cosas se desacomodaran para realzar
luego su papel para reacomodarlas, como se le proponía, pues decía, “¿y si hay
un muerto?” por los sucesos que sobrevendrían, de quién sería la
responsabilidad y a dónde iba a terminar todo, entonces.
Todo eso lo tenía yo en la cabeza
cuando en 1996 Posdata, a partir de un reportaje al Gral Ballestrino, de la
denuncia sobre la operación Zanahoria (ahora confirmada), de la confirmación a
través de la denuncia de la acción de la Armada y el Fusna en combinación
homicida con las Fuerzas Armadas argentinas (allí apareció el caso Tróccoli),
empezó a hacer campaña, antes que nadie, por el cumplimiento del artículo 4to
de la ley de caducidad. El tema se había sepultado momentáneamente, pero era en
nuestro modesto juicio un pendiente nacional que nadie pararía. Algunos no me
entendían, pero yo sabía que Tarigo, Ferreira Aldunate y otros de los
responsables de la ley de caducidad no la concebían sin la aplicación rigurosa
del artículo 4to de la ley y el riguroso conocimiento de la verdad de lo
ocurrido. Y eso no era porque sí. Era por el pasivo moral existente que había
que aclarar.
Aclarar las cosas tempranamente era
también evitar que el tema se convirtiera en un asunto de revancha, como se ha
convertido para exonerar de culpas a quines empezaron a tirar tiros en el país.
Hasta el año 1972 un uruguayo
cualquiera pensaba que la democracia era una capa muy honda de la civilización
uruguaya, tan honda que era inderogable. La polarización del fin de los años 60
y el comienzo de los 70 nos enseñó que la democracia era una mera capa finita
que, si se erosionaba, dejaba a la vista la barbarie del hombre incivilizado.
En 1972, bajo democracia, sin embargo, se produjo la mayor cantidad de
violaciones de los derechos humanos, de uno y otro lado. Los Tupamaros, que
habían empezado a los tiros contra la democracia en 1963, declararon la guerra
final y se lanzaron a matar indiscriminadamente y nunca se torturó más gente
que ese año en la historia nacional.
Los uruguayos hemos sufrido. Hemos
visto mucha miseria del hombre. Pero ay, cuánta se necesita para agarrar a un
hombre torturado, con los huesos rotos, atado con las manos atrás y atados su
pies con alambre, para volarle la tapa de los sesos. Un maestro bueno, sin ninguna
conexión con ningún tipo de violencia.
Recuerdo ahora la primera convención
colorada de la transición en 1983. Al comenzar, siguiendo el mandato de mis
compañeros, antes que se eligiera presidente ni nada, propuse un minuto de
silencio para Zelmar Michelini, batllista asesinado. Toda la Convención
colorada hizo el correspondiente homenaje de pie. Todos.
Digo esto porque pienso que el
Partido Colorado –en su condición de demócrata, de liberal y de republicano-
tiene que repudiar muy especialmente el asesinato de Julio Castro. Porque no
solo se trata de homenajear a los que hicieron posible la salida a la
democracia, sino también a los que hubieran sido fundamentales, por su
temperamento y valía, en ese proceso y el crimen nos los arrebató.
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